EL ENCIERRO

Filed under: Relato - Tercer ejercicio — Corina Harry at 8:59 pm on domingo, febrero 28, 2010

? ? ? ? ? ? ? ? Entré a buscar una toalla. Me mandaron a buscarla y no pude negarme. No conocía el interior de la casa. Solamente había estado en la sala un par de veces en las que me invitaron a tomar el té. Algo sucedió de pronto en la biblioteca y entonces alguien gritó: –¡Rápido! ¡Una toalla! Todos los ojos recayeron en mí. Así que sin decir palabra, me levanté del sillón y corrí hacia el pasillo que comunicaba la sala con las habitaciones. El corredor era largo y comunicaba con cinco puertas iguales y una un poco más delgada que el resto. Me detuve de pronto. Deduje que la más delgada sería el cuartito de la ropa blanca y que las otras cuatro, la del cuarto de baño y los tres dormitorios. Otro grito me impulsó a abrir la puerta más delgada. – “¿Y esa toalla?”. Quise gritar: -“¡Ya va!”, pero me pareció una descortesía gritar en casa ajena. Así que sin esperar a que los ojos se me acostumbraran a la oscuridad del cuartito, entré sin notar que la puerta se había cerrado tras de mí. Busqué el interruptor de la luz y no lo hallé. Me pareció más urgente buscar la toalla. Con el tacto es fácil distinguir la textura de una sábana a la de una toalla. Al menos para mí, que durante mucho tiempo, cuando era niña, he jugado a ser ciega y adivinar qué es lo que tocaba con la punta de los dedos. Las distancias entre las teclas del piano, ya las conocía. Un día me propuse adivinar de qué color era lo que tocaba de acuerdo a la textura. Jamás aprendí. Y no sé por qué razón, me acordé de ello en ese momento. Cuando toqué la toalla, la tomé y me dispuse a salir. Me topé con la puerta y comprobé que no había picaporte del lado de adentro. Los ojos ya se me habían acostumbrado a la oscuridad pero al no haber ventanas la oscuridad era más profunda y mis ojos no podían distinguir ninguna figura. Por debajo de la puerta tampoco entraba luz alguna. El corredor también era oscuro. Decidí dejar caer la toalla a mis pies y palpar con ambas manos el contorno de la puerta. Nada sobresalía como para asirme e intentar abrirla. Con las palmas de las manos golpeé fuerte. Luego usé los puños y más tarde el pie izquierdo con el que pateé insistentemente. Hice silencio unos segundos y alcancé a distinguir el sonido de una sirena de ambulancia que se acercaba a la casa. Alcancé a adivinar un angustioso “por acá” y unos desgarradores sollozos, antes de que alguien cerrara la puerta de la Sala que daba al pasillo. Quería gritar? pero ningún sonido salía de mi garganta. Horrorizada escuché como cerraban la puerta de la biblioteca que también daba al corredor. Golpeé más fuerte y logré gritar con todas mis fuerzas. Si gritaba no oía lo que sucedía del otro lado, pero si no lo hacía, nadie me oiría a mí. Seguí gritando pero intercalaba breves espacios de silencio para escuchar. La sirena volvió a sonar. Esta vez se alejaba. Y los autos en los que habíamos llegado y que estaban estacionados en la puerta de la casa, también se alejaban. Me quedé sin aliento al comprobar que todos se habían marchado. Ahora era yo quien sollozaba y quien pronunciaba un angustioso “por acá”. ¿Cómo era posible que nadie se diera cuenta que yo faltaba en el grupo? ¿Cómo no cayeron en la cuenta de que mi abrigo y mi cartera seguían en la sala? ¿Qué sobraba un asiento en el auto? De nada serviría un grito de pedido de auxilio. Quizás mi cartera y mi abrigo se lo llevaron confundidos junto a las valijas de los dueños de la casa. La casa de veraneo había sido cerrada hasta que el personal de servicio, vuelva para sacudir los muebles, una semana antes de la fiesta de inauguración de la próxima temporada.

El Sarcófago

Filed under: Relato - Tercer ejercicio — Esther at 11:15 pm on miércoles, febrero 24, 2010

El Sarcófago

Estás sintiendo en el pecho una sensación extraña, como si la falta de aire que te rodea te fuera envolviendo, escapa un leve quejido de tus labios secos: la maquina te lleva en volandas, dentro del Sarcófago en el que te encuentras sin poder ni mover músculo.
Aunque piensas que gritaras no serviría de nada, tendrian repetir lo mismo otra vez, eso no podrías sopórtalo, sientes que debes controlar el terror, tratas de acompasar la respiración al ritmo mecánico que a empezado un sonar: golpes secos y seguidos marcando un paso de metal, resuena en tu cuerpo que mantienes envarado pero quieto, tac, tac …. tac tac tac tac tac … El Sarcófago cercándote apenas dos centímetros de todo tu cuerpo tenso … recuerda lo de relajarte es fácil, sólo tienes que controlar tu mente, tu cuerpo no te pertenece está en poder de la máquina tac, tac …. tac, tac, tac, tac …
Piensa en respirar por la nariz suavemente, una inspiración expira, relájate, inspiración expira nada malo Va a ocurrirte, respira, una CONTROLA tu mente puedes hacerlo …
¿Cuántos minutos llevarás aquí dentro? Una eternidad … La Máquina tac, tac … tac, tac, no pierdas el control, no grites, tu cuerpo no te pertenece está en poder de la máquina tac, tac … tac, tac, tac, tac …

El hada dorada

Filed under: Relato - Tercer ejercicio — Sofia Moreno at 2:26 am on miércoles, enero 27, 2010

Un día, como todas las mañanas, Pedro salió de su casa camino del colegio. Sus padres ya no le acompañaban, pues la escuela estaba a tan solo doscientos metros del edificio de pisos donde vivía. Además, era un barrio muy tranquilo, donde nunca pasaba nada digno de reseñar en la página de sucesos del periódico.

Así que Pedro iba por la acera, arrastrando su pesada cartera sobre ruedas. Su mochila estaba nuevecita, porque era un regalo de Navidad que le acababan de traer los tres Reyes Magos, Gaspar, Melchor y Baltasar.

Era el primer día de escuela tras las vacaciones de Navidad y Pedro iba arrastrando los pies. No le apetecía nada volver al cole. Muchos niños se burlaban de él porque Pedro llevaba gafas y le sobraban unos pocos kilitos. No era un niño de esos que tenían muchos amigos. Pedro tenía solo dos amigos, Juan y Samuel. Juan era nuevo, había llegado este año al colegio. La familia de Samuel era de América Latina, un país cuyo nombre Pedro no lograba nunca recordar. Un sitio de calor y palmeras, seguro, pensaba Pedro mientras esquivaba una farola.

Era lo único bueno de volver al cole: preguntarles a Juan y Samuel qué habían hecho ellos durante las tres semanas de vacaciones navideñas, si habían tomado las uvas el día treinta y uno, si habían ido a la cabalgata de Reyes y sobre todo, qué regalos les habían tocado.

Pedro iba pensando en todo esto mientras se arrastraba penosamente por la acera, helada y limpia. Ahora le tocaba cruzar con cuidado una calle en el semáforo y luego, caminar otros ochenta metros pegado a la valla del parque. Después del parque estaba el colegio y allí acabaría su paseo matutino.

Siempre que caminaba por esta parte del trayecto, Pedro miraba dentro del parque. Era el orgullo del alcalde, pues estaba muy bien cuidado. Le habían dado tres veces el premio de la región al parque más limpio y mejor cuidado, al mejor parque. Todas las tardes, Pedro iba a pasar dos horitas allí, jugando en los columpios y bajando por el tobogán. Era estupendo tener ese parque tan bonito cerca de casa. Con tan solo cruzar la calle estaba en un pequeño paraíso.

El alcalde tenía una manera eficaz de mantener su parque limpio y cuidado: todas las noches, a las diez, el guardia lo cerraba con llave; así ningún borracho o algo peor aún podía entrar a estropearlo. Desde el primer día en que fue inaugurado, el alcalde decidió que sería el parque de los niños y por eso puso un viejecito de guardia allí. El viejecito les regañaba si decían palabras feas, dirimía en las disputas cuando no estaban de acuerdo sobre quién había ganado el partido de fútbol, avisaba a Margarita que ya eran las siete y su madre la estaría esperando en su casa, no dejaba entrar a ningún perro grande si no estaba atado con correa y recordaba a los dueños que solo los podían soltar en las zonas especiales señaladas al efecto, unas grandes praderas al final del terreno, allí muy lejos. También les recordaba que si el perro debía hacer alguna necesidad, para eso estaba el «pipi-can», un recinto apartado y cubierto con un espeso lecho de arena.

En una palabra, era un parque modelo.

Pedro miró por entre la valla que rodeaba al parque. Habían plantado un bosquecillo de árboles jóvenes pero tupidos cerca de aquella valla. De pronto, Pedro vio algo raro entre la espesura. Una lucecita pequeña, casi imperceptible. Se agachó, pues la luz estaba casi en el suelo. Miró con cuidado. Una minúscula silueta no mayor que su dedo meñique, con forma de… ¡mujer! Qué extraño. Pedro se quedó mirando, hipnotizado.

La pequeña dama iba vestida con un traje antiguo y se afanaba ayudando a las hormigas a cargar unas migas de pan. Para ese ser y para las hormigas, las migas eran enormes, como un piano de cola para nosotros. Hacían esfuerzos tremendos, hasta que conseguían poner cada miga encima de una esforzada hormiga, que se alejaba entonces.

Pedro lo miraba todo con la boca abierta. Nunca había visto nada parecido. En algunos cuentos que sus padres le leían antes de irse a dormir salían personajes así. Se llamaban hadas, y si eran hombres, elfos. Pero cuando le leyeron el primer cuento donde salían estos personajes diminutos, Pedro le había preguntado a su padre: «Papá, ¿existen las hadas?» Su padre había sido rotundo: «Solo en los cuentos, cariño.»

Y allí estaba ahora esa señora, con su falda larga. De pronto, la dama debió darse cuenta que alguien la estaba mirando, porque se volvió de sopetón y observó a Pedro fijamente, directo a los ojos. Enseguida, a toda velocidad, se escondió tras una hoja seca que había escapado al rastrillo del jardinero municipal. Pedro habló muy bajito: «No tengas miedo, no te escondas, no voy a hacerte daño, por favor, sal.»

La gente pasaba a su lado, pero solo veían a un niño agachado cerca de su mochila. Pensaban que estaba sin duda anudando el cordón de su zapato. Pedro seguía inmóvil. Incluso el tenue vaho de su respiración era como un huracán de bruma y niebla, que envolvía la hoja tras la que se escondía la pequeña hada. Ella se asomó tímidamente, observando al niño gigante. Con voz temblorosa, habló por fin, mientras Pedro se quedaba lo más quieto posible, cuidando de no asustarla: «¿Cómo te llamas?» dijo el hada.

– «Pedro. ¿Y tú? ¿Quién eres? ¿Vives aquí? ¿Cómo es que nunca te he visto antes? ¿Eres un hada, como las de los cuentos?
– Sí, soy un hada. Es verdad, en los cuentos hablan mucho de nosotras. No, no vivo aquí. Solo estoy de paso. Por eso no me habías visto antes. Llegué hace dos días. Estoy en una misión.
– ¿En una misión? ¿Como los agentes secretos?»

El hada se rió. Cada carcajada sonaba como un pequeñísimo diamante que se estrellara contra un suelo de mármol.

– «Bueno, no sé cómo serán las misiones de los agentes secretos. Me envía el Consejo Mágico. Mi misión es observar la vida en este parque. Verás, el Consejo Mágico decide dónde podemos vivir las hadas, pero también los elfos, los duendes, los gnomos, los orcos, etc. Cuando se inaugura un nuevo parque, esperamos un poco a que los árboles crezcan y el matorral esté bien tupido. Después, si no hay demasiada actividad de máquinas cortacésped, podadoras, aparatos para soplar las hojas, sierras mecánicas y así, pues entonces el Consejo envía a alguna de nosotras en misión para decidir si podemos establecernos aquí, cuántas de nosotras podrían venir y cosas parecidas. ¿Comprendes?
– Claro que comprendo, pero yo no tenía ni idea que las hadas vivíais en parques, dentro de las ciudades. Creía que solamente vivíais en los grandes bosques, lejos de la actividad de los humanos.
– Allí es dónde mejor estamos. Pero el Consejo ha decidido que los humanos nos necesitan de nuevo. Verás, hace miles y miles de años, vivíamos todos en buena armonía: humanos, animales y seres mágicos. Luego vino «El Día Fatal» y tuvimos que retirarnos a los bosques más alejados para poder sobrevivir. Ya no podíamos convivir con los humanos porque nos perseguían, querían meternos en frascos de cristal para observarnos. Nos capturaban y nos usaban como juguetes para sus hijos. Nosotros no podemos vivir encerrados. A los tres días de carecer de libertad, morimos. Exhalamos el último suspiro y morimos. Por eso tuvimos que refugiarnos en parajes tan recónditos, que muchos humanos creen que solamente existimos en el reino de la imaginación, de los cuentos, de la fantasía.
– Mi Papá dice que las hadas existen solo en los cuentos.
– ¿Lo ves? La mayoría de la gente así lo cree, sobre todo los adultos. Los niños son distintos, aunque no todos, claro. Algunos tampoco creen que existamos en la realidad. Solo porque no nos ven.
– Oye, hada, ¿cómo he de llamarte, cuál es tu nombre? Porque tendrás uno, ¿verdad?
– Claro, Pedro, como todo el mundo, faltaría más. Me llamo Clemsidra.
– Es un nombre precioso.
– Pedro, ¿no deberías estar ya en el colegio?
– ¿Y tú cómo lo sabes?»

Clemsidra se rió de nuevo, esparciendo destellos de luz en forma de sonido.

– «Pedro, te lo explicaré cuando salgas del cole y vuelvas a pasar por aquí. Ahora debes darte prisa o llegarás tarde y eso no le gusta a tu «Seño». Pero recuerda que a esas horas de la tarde, cuando regreses, hay mucha gente en el parque y yo estaré escondida entre el follaje, así que tendrás que buscarme por esta zona con mucho cuidado. Cuando me busques, di estas tres palabras muy suavemente: garblinka, gurblonka, birlaika. Repítelas para no olvidarlas.
– Garblinka, gurblonka, birlaika ; garblinka, gurblonka, birlaika ; garblinka, gurblonka, birlaika… Vale, creo que ya lo tengo. Me voy, pero luego me lo explicas todo, ¿vale?
– Vale, preguntón.»

La calidez de la pequeñísima sonrisa de Clemsidra bastaba para crear un micro-clima a su alrededor. Aparecieron de pronto diminutas flores en torno suyo, pero Pedro ya estaba lejos, corriendo hacia la escuela. Un mundo nuevo empezó para él ese mágico día de la vuelta al cole.

Aquella tarde, Pedro se acercó sigilosamente al lugar en que había visto al hada Clemsidra por la mañana y buscó con cuidado, pronunciando las palabras mágicas que había estado repitiendo mentalmente duranto todo el día. Incluso las había apuntado en su libreta de borrador, por si se le olvidaban. Buscó detrás de los estrechos troncos de árbol, debajo de las hojas muertas, entre la maleza, siempre susurrando: «Garblinka, gurblonka, birlaika ; garblinka, gurblonka, birlaika…» una y otra vez. Por fin la encontró. Estaba recostada en una mullida seta, tomando rayos de sol. Tal vez dormía.

«- Clemsidra» bisbiseó el niño. «Clemsidra, ¿estás dormida?
– No, solo estoy disfrutando del sol en mi cara. Su calorcito me sienta bien. Estos días ha hecho muchísimo frío y es un gran placer sentir el calor del sol en el rostro, aunque sea sol de invierno y no llegue a calentar mucho. Se siente una mucho mejor con esta suave caricia de calor. ¿Tú no tomas el sol? ¿No te pone tu mamá a tomar el sol de invierno?
– Pues no, la verdad. Pero hay un niño en mi clase que va a esquiar todos los años y vuelve tostado, como si hubiera estado en la playa en pleno verano. Nunca lo he comprendido. Él va a la nieve, así que ¿cómo puede tostarse al sol?
– Bueno, tendrás que preguntárselo a tu profesor de ciencias, porque yo, Pedro, no tengo tiempo de explicártelo hoy. Mi misión acabará en dos o tres días y tendré que marcharme. Me queda aún mucho por hacer y no tengo tiempo, lo siento. Al menos ya he cumplido otra de mis tareas: comprobar si hay algo de sol en este parque, para que los niños puedan recibir su bondadoso influjo incluso en los días más fríos del invierno. Y sí, así es, aquí si se puede recibir algo de calor solar. Eso es muy bueno, ¿sabes?
– Pues no, no lo sabía. Pero dime, Clemsidra, esta mañana dijiste que el Consejo Mágico ha decidido que las hadas deben volver a vivir con los humanos. Pero, Clemsidra, ¿por qué? ¿Qué les ha decidido a cambiar de opinión? ¿Los humanos ya no somos una amenaza para vosotras, las hadas?
– Verás, Pedro, el anciano Elfo Mayor ha observado que los humanos parecen querer portarse mejor. No solo con nosotras, sino en otras cosas también. Cada vez son menos los humanos crueles y más los humanos bondadosos. No paráis de firmar tratados de paz y de buena amistad entre los pueblos, pero luego os cuesta cumplirlos. Inventáis códigos de conducta ejemplares, códigos deontológicos para las profesiones, de manera que un médico, por ejemplo, se niega a practicar la tortura. Todas esas ideas son excelentes, pues os alejan del mal y os acercan al bien. Pero siempre os cuesta ponerlas completamente en práctica.
– Bueno, a mí me gusta ser bueno, pero a veces…
– Sí, es difícil, ¿verdad, Pedro?
– Pues sí, muy difícil, sobre todo cuando te están machacando. Hay un niño en mi clase que no para de burlarse de mí. Es difícil no tener ganas de vengarme…
– Lo comprendo. ¿Y qué haces cuando eso ocurre?
– Pues procuro pensar en otra cosa, me pongo a pintar algo muy rojo y muy gordo, como las llamas de un fuego, y así poco a poco siento que me voy calmando y se me pasan las ganas de estrangularle.
– Eso está muy bien, Pedro. Y ahora, dime, ¿ya has entendido porqué hemos regresado entre los humanos?
– No estoy muy seguro, creo…, bueno, no sé.
– Como te decía, el anciano Elfo Mayor observó que queríais ser buenos pero que no lo conseguíais nunca del todo. Muchos humanos se portan fenomenal y no se meten con nadie. Pero basta que unos pocos se porten mal y hagan sufrir a los demás como para desbaratar todos vuestros esfuerzos hacia el bien. ¿Entiendes?
– Sí, es como en clase. Somos quince niños tranquilos que pintan y canturrean sin molestar a nadie. Pero entonces se le funden los plomos a Antonio, que es un bestia. Te rompe tu dibujo y todo se va a la porra. No sabemos porqué es así, pero siempre acaba portándose fatal. Y entonces la «Seño» nos castiga a toda la clase sin recreo, por culpa del maldito Antonio de la porra, y ya la hemos «pifiado». Todo estropeado por culpa de uno solo. Somos quince buenos y solo uno malo, pero ese malo nos hace la vida imposible a todos los demás, qué lata…
– Así es, Pedro. A los mayores les pasa exactamente igual. Solo hay un terrorista entre un millón de personas, pero todo ese millón de personas debe fastidiarse por culpa de un terrorista, solamente un asqueroso terrorista. Uno, nada más.
– Eso no es justo.
– Pues claro que no, Pedro. Por eso decidió el Consejo que debíamos ayudaros a quitaros de encima a esos cafres asesinos. Como casi todo el mundo tenía ganas de ser bueno de verdad, pues decidimos dejar nuestro refugio y ayudaros a lograr el verdadero bien para todos. Espero que tengamos éxito. Ya veremos…
– Pero, ¿cómo lo vais a hacer? Eso es imposible, Clemsidra.
– El Consejo Mágico tiene un ayudante muy importante: es el Consejo de Sabios que Inventan Inventos Inventivos, el CSIII. Estos sabios llevan milenios probando fórmulas mágicas para mejorar las cosas. No lo vas a creer, pero hace poco descubrieron por fin el elixir de la eterna felicidad. Se esparcen unas gotas sobre la Tierra y… ¡zás! Se acabó la maldad de esos imbéciles terroristas malvados. Lo único que les interesará desde ese momento será cómo conseguir más flores en sus macetas de geranios, cómo conseguir repollos más grandes en sus huertas y agua más pura en los ríos. Todas sus energías serán para ese tipo de cosas. No volverán a meterse con nadie. Serán curiosos e inteligentes, pero solamente volcarán sus facultades hacia problemas humanitarios: cómo acabar con la sequía, cómo conseguir que los rizos del pelo no se caigan y queden lacios y deslucidos cuando se pasa el efecto de la permanente en el peinado, cómo lograr una mahonesa realmente rica, cómo andar por el campo sin ensuciarse las botas en los charcos, ese tipo de problemas les ocuparán todo su tiempo. ¿Qué te parece, Pedro?
– ¡Pues maravilloso! Antonio me dejará en paz y podremos pintar tranquilamente sin que nadie nos fastidie. ¡Maravilloso! ¡Maravilloso! ¡Maravillooooso!»

Sin darse cuenta, Pedro había comenzado a saltar de alegría mientras gritaba esta palabra de esperanza. La pobre Clemsidra tuvo que ponerse a salvo y agarrarse con fuerza a una rama baja. Los saltos de Pedro provocaron un mini-terremoto que, para el hada, no fue tan mini. Afortunadamente, tampoco fue nada grave. Pedro se tranquilizó y se aseguró que Clemsidra seguía bien. Se despidieron muy contentos los dos. Al día siguiente, tal vez volvieran a verse en el camino que Pedro tomaba a diario para acudir a su colegio. Tal vez, si había suerte. Todo era posible.

***

En los cien años que siguieron, las cosas cambiaron mucho para los humanos. Misteriosamente, muy poco a poco, fueron resolviéndose todos los conflictos y guerras que habían desgarrado a la humanidad entre sí. Increíblemente, los gobiernos se pusieron al fin de acuerdo y desapareció el hambre en el mundo. Bueno, a veces alguien se ponía a régimen y pasaba hambre, pero ya saben que no me refiero a eso. Me refiero al hambre de verdad. También hubo acuerdos, eso no era nada nuevo, pero esta vez, se fueron cumpliendo poco a poco, progresivamente. Por ejemplo, el acuerdo sobre desarme y el otro, sobre el clima. Y también se fueron cumpliendo los convenios sobre enfermedades, vacunas, derechos del niño, derechos humanos.

Durante esos cien años, las hadas vivieron de nuevo entre nosotros, pero solo los niños podían verlas. Aunque los adultos no supiéramos captar su presencia, sí que surtió efecto entre nosotros el trabajo de las hadas. Todos los días se despertaban a las seis de la mañana, desayunaban una gota de rocío y dos gramos y medio de polen de flores y salían a volar. Volaban durante todo el día, esparciendo por toda la tierra sus invisibles gotas de amistad y buen humor, felicidad y risas. En tan solo esos cien años, todo cambió para bien. ¿Verdad que ahora, en el año 2112, estamos mejor que hace cien años? Poca gente lo sabe, pero es gracias a las hadas. Pedro fue uno de los primeros en enterarse. De mayor, llegó a ser Secretario de Estado de Golosinas, Chuches y Refrescos Azucarados. Un buen puesto, con un buen sueldo. Vivió ochenta felices años. Tuvo cinco hijos, todos sonrientes.

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado. ¿Te ha gustado?

(fin)

LAIA NO QUIERE VIVIR EN LA SELVA.

Filed under: Relato - Tercer ejercicio — NADDIA at 1:34 am on domingo, enero 24, 2010

Para Olalla, por supuesto, y para

la hermanita que nunca llegó.

Laia se despertó encima de un árbol. Por alguna razón el hechizo no había funcionado y ahora estaba en plena selva encima de un tronco gigante, los monos saltaban de rama en rama y ella intentaba recordar las palabras mágicas para volver a casa.

-Casapuch. No, Kataplunks. No. Escasafasichuf.? ¡Nunca lo recordaré! ¡Me quedaré para siempre en la selva!

La idea de quedarse allí por siempre jamás rodeada de monos, orangutanes y peligros le dio tanto miedo que decidió que tendría que haber otra solución. ¿Cómo había llegado hasta allí? Garraf, el hombre malo, le había dado un manual de magia gratis. Su madre siempre la había avisado de que no aceptase regalos de extraños, pero Garraf parecía una persona de confianza.

-¿Qué haces ahí? – oyó desde lo alto. Miró hacia arriba. En las ramas más altas había una especie de niña con alas -¿Qué haces ahí?- repitió.

-No sé, estaba aprendiendo a volar sobre mi casa, pero algo salió mal y he aparecido aquí ¿dónde estamos?

-Estamos en mi casa y no me gustan los invitados.

– ¿Tu casa es la selva?

– Mi casa es este árbol. ¿No podías escoger otro?

– No lo he escogido – dijo Lia fastidiada – ? He aparecido aquí ¿puedes ayudarme a volver?

– ¿Volver? ¿Y dónde vas a estar mejor? A mí me abandonaron en este árbol al nacer. Mis padres no me querían. Claro, nací con alas… Ellos no hacían magia…

– ¿Y tú cómo lo sabes si te abandonaron de bebé?

– Las hadas tenemos un chip de memoria que se activa en situación de emergencia. Cuando mis padres me abandonaron, el chip me hizo crecer de repente y dejé de ser bebé, pero me quedé diminuta porque no había tomado biberones suficientes.

– Vaya, lo siento, pero no entiendo por qué te abandonaron…

– Tuvieron miedo. Sabían que mi bisabuela materna había sido hada, pero mi abuela y mi madre juraron abandonar la magia para vivir como seres humanos normales. Consiguieron ocultar sus poderes durante muchos años. Mi madre incluso consiguió casarse con mi padre sin despertar sospechas, pero cuando nací yo con alas no pudo ocultarlo por más tiempo. Mi padre es traductor de ruso y empezó a decir palabras terribles que mi madre no comprendía (tuvo que utilizar el traductor mágico para entenderlo). Todo el mundo se enteraría y mi padre ya no podría trabajar en secreto para la KGB que es la agencia de los espías rusos y además lo matarían por poner en peligro los secretos de los países del Este. Decidieron abandonarme porque mi madre sabía que el chip de memoria me ayudaría a sobrevivir.

– ¿Y nadie te ha cuidado nunca? – preguntó Laia.

– Mi madre me visita por las noches y me trae cosas que me pueden hacer falta y comida. Aparece cuando estoy durmiendo y a veces vamos en sueños a visitar a la familia. Mamá chimpancé también me trata con cariño.

Laia no quería ver a su familia en sueños, quería abrazar a sus padres y jugar con su hermano.

– ¿No podrías volver a casa aunque quisieras?

– Si volviera a casa, mi vida correría peligro. Garraf es malo. Él acabó con mi bisabuela y por eso mi madre y mi abuela tienen que hacer magia a escondidas.

– Pero podrías vivir en otra ciudad donde nadie te conociera.

– Nadie me conoce, he vivido siempre aquí, ésta es mi casa.

– No me has dicho tu nombre…

– Me llamo Shiana. Y tú Laia, me lo dijo mi chip.

– ¿Me ayudarás a volver? – dijo Laia convencida de que si podía saber su nombre también podía llevarla a casa.

Shiana voló hasta Laia y la miró extrañada.

– ¿Tus padres son buenos?

– ¡Claro! Todos los padres son buenos.

-Yo no sé si los míos lo son…? – dijo pensativa – Estoy muy sola. Si te quedas conmigo te enseñaré toda la selva.

– Te lo agradezco de verdad, pero este sitio me da un poco de miedo.

– No te preocupes, nadie te hará daño. Ven hasta casa, estoy preparando la comida.

Shiana tenía una choza y dentro en una chimenea se cocinaba un guiso que olía bien aunque Laia no adivinaba de qué se componía.

– Estoy preparando cola de serpiente con cucaracha frita, espero que te guste – Laia intentó ocultar la cara de asco mirando por la ventana – después te presentaré a mamá chimpancé y te enseñaré a saltar por las lianas.

– Shiana, tú tienes poderes ¿por qué no me ayudas a volver?

– Porque quiero que vivas conmigo en el palacio que voy a construir y si te niegas te encerraré en una mazmorra.

-¿Mazmorra? – se rió Laia – qué palabra tan antigua, parece de un cuento de brujas malas.

– ¿Te quedarás conmigo? – La voz de Shiana era más una súplica que una amenaza.

– ¿Y si te vienes a mi casa?

– No puedo ¡tengo alas!

– No te preocupes, mi madre es veterinaria, seguro que sabrá arreglarlo.

Shiana se quedó pensativa, nunca había salido de la selva…

– Vale, iré contigo, me gustaría vivir con seres humanos…

– ¿Entonces me ayudarás, vendrás conmigo…?

– Sí, lo haré, aunque quizás nadie me quiera…

– Yo te querré Shiana, no te preocupes.

– Tenemos que esperar a que se haga de noche y luego diremos las palabras mágicas.

Y así sucedió que llegada la noche pronunciaron el hechizo para regresar.

– HOLTA, KALANDA, MOLIKA, MARANDA, SELENDA, KASLATA, HORMANI, GURUNDE, GRON.

Entraron ambas en un profundo letargo. Laia despertó en su cama, su madre entró en la habitación.

– ¡MAMÄ! – abrazó a su madre con tanto entusiasmo que la dejó confusa.

– ¿Qué te pasa? Sólo he ido al médico.

– No nada, que me alegro de verte.

– Tengo que darte una sorpresa. Vas a tener una hermana y se llamará Shiana ¿qué te parece?

Laia miro a su madre pensativa y le dijo:

– Mamá ¿crees que podrás quitarle las alas?

Por alguna extraña razón, a su madre no le pareció rara la pregunta de su hija y hasta se quedó sorprendida de haber dicho el nombre de su nueva niña sin haberlo pensado. Aquella noche había tenido un sueño y una mujer le susurró al oído: Shiana, Shiana…

TIANNA

Filed under: Relato - Tercer ejercicio — Alicia at 4:20 am on martes, enero 5, 2010

?

TIANNA

?

Era La Casa de la Colina.

Nadie podía desconocer sus atributos y sus misterios. Y era un secreto a voces que el que lograra acercarse a ella corría el riesgo de no regresar nunca a su lugar de origen.

Por fuera aparentaba un castillo medieval, con sus innumerables ventanas y sus torres que casi alcanzaban el cielo; del interior, por lo expuesto, no se tenían datos.

No había en la aldea habitante alguno que hubiera dejado de pasar y de admirarla de lejos aunque fuera una vez, ? con las secretas ansias de develar sus enigmas. Ello generaba insólitos relatos que jamás podrían ser calificados como reales o ficticios, por desconocerse el origen y la veracidad de cada uno.

Y cuentan que cada noche el bosque se iluminaba con el resplandor proveniente de sus jardines y de sus habitaciones.

Al caer el sol, desde el más pequeño de los ventanales comenzaba a brillar una luz tenue que se propagaba hacia los restantes, convirtiéndose con las horas en un fulgor que enceguecía.

Y una música celestial y cautivante invadía y se filtraba hasta cada casa, hasta cada rincón, hasta cada alma.

Entonces los abetos y los cipreses, las orquídeas y las anémonas, los lirios y los tréboles blancos, parecían cobrar formas humanas y tomar parte en una danza imaginaria.

Los aldeanos entornaban las ventanas y tapaban sus oídos ante el riesgo de dejarse arrastrar por los arpegios cada vez más intensos,

sin dejar por ello de atisbar tras las cortinas cuando la inquietud los superaba.

Así fue que durante largo tiempo la casa representó una de las pocas atracciones que animaba las noches serenas, para los que se arriesgaban a observarla y a ? escuchar.

Cierto día, un rumor surgió en forma clandestina y se extendió ? como reguero de pólvora de un confín al otro de la región.

Se decía que en la casona habitaba un hombre muy malvado, que tras secuestrar a una doncella la mantenía prisionera en uno de los cuartos más ocultos. Que ella, acongojada, había casi agotado ya sus lágrimas y que intentaba que los últimos sollozos pudieran oírse hasta el infinito y llegar a su enamorado. De ser así, esperaba ser rescatada antes de morir de pena.

Continuaban afirmando que el depravado encendía las luces nocturnas para evitar que aquella escapara y con la intensidad de las melodías pretendía silenciar sus lamentos.

Y agregaban que la joven poseía cualidades especiales con las que, sin que su captor lo advirtiera,? daba a las luces un brillo inusitado y a los sonidos un poder de atracción que sobrepasaba el tiempo y los espacios, en el afán por revertir las malignas intenciones y atraer al dueño de sus horas.

En conocimiento de estos sucesos, el pueblo comenzó a referirse a la muchacha como Tianna o Reina de las Hadas.

De ese modo ? los campesinos dejaron de observar descuidadamente el lugar y se dispusieron a esperar la llegada del joven pretendiente que acudiría en auxilio de su amada.

Una tarde, estando un chiquillo del poblado sentado al borde del camino, fue sorprendido por un caballero que montado en un esbelto corcel detuvo su marcha y preguntó:

– ¿Cuánto me ha de faltar para que, cabalgando de prisa, aviste la Casa de la Colina? Te daré diez libras si me orientas.

Con rostro de asombro y extendiendo la mano el pequeño respondió:

– No cabalgues demasiado rápido pues te alejarás de ella. Costea el curso del arroyo y a escasos metros de su desembocadura la encontrarás. Deberás pasar primero por la casa de la curandera, detrás de la arboleda espesa.

Siguió el visitante su camino a paso lento, por temor a equivocar la senda. A medida que avanzaba, la noche iba cayendo y las sombras dificultaban su visión. De pronto una voz aguda chilló entre la espesura, sobresaltándolo.

– ¡Alto! ¿A dónde te diriges, desconocido?

Ni en sus sueños más atroces había visto el hombre fealdad tan marcada. Nariz de águila y ojos de serpiente, sumados a una boca fina y con un rictus crónico de maldad, le hacían pensar que había llegado a las puertas del infierno.

– Me dirijo a la casa donde una doncella espera mi rescate y necesito de tu ayuda para continuar – respondió.

– ¿Y esperas entrar allí?- volvió a gritar la anciana- – No aconsejo que te acerques pues hallarás la muerte. ? Sólo lo conseguirás si das a beber mi pócima a los guardias de la entrada. Pero para ello deberás recompensarme ampliamente, jovencito.

– ¿Y cuál es tu pócima?- contestó el viajero.

– Te prepararé la más potente, con la que dormirán para siempre. La cola de lagartija y el hígado de buey con flores de lavanda sabrán hacer lo suyo. ¿Cuánto me darás a cambio?

– Te entregaré una bolsa con cien libras si me lo entregas con celeridad.

Concretado el trato recibió el frasco y continuó la marcha, con la mente atenta y el corazón henchido. El futuro y su vida dependían de volver a los brazos de su amada, aunque para ello debiera enfrentar las peores adversidades.

Habían pasado meses desde el infortunado momento en que, estando él ausente, el cruel villano se había apoderado de ella y la mantenía recluida. Confiaba en revertir la situación y recuperar prontamente a su ? amor perdido.

A poco de andar un halo de luz le indicó que estaba cerca. Entrecerró los ojos y sigilosamente dirigió su caballo hacia la entrada. El sendero angosto y la vegetación densa le dificultaban el paso pero su insistencia podía más.

Avistó los guardias en el frente; eran tres, no le sería difícil dominarlos. Rodeó la casa por detrás del muro y al verlo acercar los hombres desenvainaron sus espadas y le advirtieron:

– ¡Detente, extranjero! ¡Un paso más y eres hombre muerto! ¿Qué es lo que buscas?

– Vengo de lejos y lo único que ansío es algo para beber. Hace días que viajo y no he probado líquido desde el amanecer de la víspera. ¡Tenéis algo para ofrecerme?

– Tan solo agua del pozo y luego te marchas- contestaron, acercándole de mala gana un odre gastado y polvoriento.

– Tengo algo para ofreceros que hará que no me olviden- apuntó el joven – Un preparado que, mezclado con el agua, será a partir de hoy vuestra bebida predilecta.

Y mientras hablaba echó dentro del saco la pócima adquirida y se los entregó. Tomaron hasta saciarse y bastaron pocos minutos para que un sueño sempiterno se apoderara de los tres.

Cruzó entonces el portón de entrada y avizoró los alrededores. Tras el ventanal del frente se avistaba un imponente salón de fiestas y a un costado del mismo el dueño de casa dormía su aparente borrachera sobre un sillón; el resto de los lugares de la planta baja no mostraba otra presencia humana.

Se vería obligado a ascender a la planta alta intentando llegar a los cuartos traseros, los más recónditos. Escaló dificultosamente la tupida enredadera que cubría las paredes y una vez allí no le llevó demasiado tiempo recorrer las habitaciones; se dejó llevar por un sollozo débil que partía de la más lejana; forzó la puerta y entró.

Ni la más dichosa de las visiones hubiera provocado en ellos la emoción de aquel reencuentro, ni el sonido más sublime llenado sus oídos de música tan celestial.

Entonces las manos de Tianna se extendieron por sobre el abrazo, abriéndose hacia el cielo. Y como por arte de magia el bosque todo se

llenó de una luz nueva y las notas ? cautivantes los invadieron, filtrándose hasta cada casa, hasta cada rincón, hasta cada una de sus almas encontradas.

Los aldeanos se acercaron de prisa a celebrar la buena nueva y el hechizo continuó. Para beneplácito de todos, la Reina de las Hadas convirtió cada habitación en una casa digna por familia y elevó cada torre hasta tocar las nubes, para así programar tiempos buenos y lluviosos.

El bellaco fue condenado por siempre a las tareas más despreciables y la bruja junto al niño del camino, transformados en custodios a cambio de una paga sin igual.

Tianna y su amado, ahora soberanos de la comarca, huyeron raudamente cruzando los jardines, en busca de un descanso a sus tribulaciones y de un futuro venturoso a su regreso.

Formándoles cortejo, los abetos y los cipreses, las orquídeas y las anémonas, los lirios y los tréboles blancos enmarcaron su viaje, mientras se inundaban los cielos y la tierra de la música más bella que Tianna iba entonando, aferrada a su amante sobre el brioso corcel.

El abrazo anhelado los fundió en uno solo y fueron sus latidos de un solo corazón.

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Shana en el Bosque de Ludvin

Filed under: Relato - Tercer ejercicio — carla at 10:03 pm on lunes, enero 4, 2010

Me llamo Shana y tengo 8 años. Vivo en el lado por donde sale el sol en el Bosque de Ludvin. Es un lugar muy bonito con árboles tan altos y tan verdes como puedas imaginar. Dice mi profesora, la Señorita Hooper, que es porque llueve mucho y así las plantas crecen y crecen. Yo al enterarme, me pasé el recreo bajo la lluvia, por si acaso, pero no pasó nada. Sigo siendo bajita para 2ª curso.

Mis amigos Velma Gallop y Morten Huggle me esperan para la excursión a la Gran Rueda. Es la zona más alejada de la parte conocida de Ludvin. Allí está la más bella de Turken, que es la única flor que crece en invierno. Si queremos pasar el examen con la Señorita debemos hacernos con una.

Mis padres me contaron que debemos tener cuidado pues el cielo bajo el que crece Turken descarga muy fuerte y las rocas que la protegen cambian de lugar para despistar nuestra vuelta, pero que confían en que podré hacerlo.

La Gran Rueda sólo es visitada una vez al año con motivo del florecimiento de Turken, la flor más apreciada por nuestra comunidad, ya que de ella sacamos el turki, el líquido usamos para curar a los animales.

Olvidé contar que soy un hada, bueno, una aprendiza de hada según mi abuela, que es ? hada también. Ayudamos a nuestros amigos los ciervos, pájaros, patos, ardillas rojas y demás habitantes del Bosque de Ludvin.

-? ? ? ? ? ? Hola, Shana- me saludan Velma y Morten.

-? ? ? ? ? ? Hola, chicos. ¿Estáis preparados?- Intento asegurarme de que no hayan olvidado traer las campanas, donde dormiremos, ni la leche que hará que estemos fuertes y para el camino.

-? ? ? ? ? ? Sí, lo tenemos todo- Me contesta Velma. – Mira, allí está Evelyn y los demás. Vamos deprisa o nos quedaremos detrás.

Corremos tanto como nuestras piernas nos permiten. La profesora nos cuenta y ya está. No falta nadie. Nos cogemos de nuestro junco verde y seguimos el orden. Cuando lleguemos a Holpi, el límite con la Gran Rueda, dirá adiós y todo dependerá de nosotros. Nos subimos en la Bici Maestra, que es donde nos desplazamos, y damos pedales incansablemente. Se dice que la fuerza y rapidez de nuestras piernas conseguirá que lleguemos antes a ayudar a los animales en peligro.

Cuando estamos subidos desde la Bici Maestra vemos los pájaros del círculo, que es la parte media de los árboles. El cuadrado es la base y la copa es el triángulo. No podemos olvidarlo porque en lo más alto de los árboles las hadas no podemos volar. Es muy peligroso.

Hemos llegado a la Gran Rueda donde cada año celebramos la Fiesta de las Flores. Necesitaremos dos días para lograr encontrar alguna Turken, según cuentan los mayores y más sabios.

La Señorita Hooper nos despide. Revisa nuestros juncos y comprueba que están verdes. Evelyn y sus dos amigas muestran con alegría los suyos. Siempre luchan por ser las primeras. A veces se ponen muy pesadas y nos molestan, sobre todo a mí, ya os dije que soy bajita para segundo curso. Hooper nos mira y sonríe. Creo que está orgullosa de nosotros. Yo estoy un poco triste porque dejará de ser nuestra profesora. Arranca la Bici Maestra y se aleja.

Somos doce niños fantasía, es decir, hadas y duendes. Vamos en grupo por el sendero amarillo que desembocará en el lago azul. Allí nos dividiremos. No me gusta la idea. Mi abuela repite cada día: “Siempre que hay retos grandes debemos estar unidos”. Desde pequeña me he dado cuenta de que es así.

El sol se oculta y debemos acostarnos ya. Necesitamos descansar para que el día de mañana podamos hacer todo lo que nos propongamos.

-Shana, despierta. Ya va a salir el sol- me anuncia Velma, que ya ha dejado pequeña la campana donde ha dormido y la lleva colgada a la espalda.

Algunos de los niños fantasía quieren dormir más y a pesar de que les pedimos que se levanten, que las rocas se moverán y no podremos volver, no hacen caso. En ocasiones, las hadas y los duendes se pueden volver perezosos.

-Debemos ir todos juntos. El estar unidos nos ayudará.- Les pido.

– Shana, tú qué sabrás. – Me dice Evelyn todavía en su Campana y se da media vuelta con la intención de volver a dormirse.

– Vamos, Shana. Que hagan lo que quieran- nos dice Morten con ganas de irse y mirando para todos los lados por si ve señales de movimiento.

Andamos y observamos cómo ya no hay tantas plantas como cerca de casa. Las rocas en esta zona empiezan a ser de colores: rojas, azules, amarillas y blancas. Velma empieza a estar cansada y paramos para beber un poco de leche. Hemos ido rápido y vamos los primeros. Mi compañero Gumper y sus amigos iban por delante.

Nos sentamos en el suelo y agitamos nuestros juncos para que el calor aparezca. Tras descansar un poco, nos ponemos de nuevo en marcha.

-? ? ? ? ? ? ¿No lo notáis?- nos habla en voz baja Morten.

-? ? ? ? ? ? ¿El qué?- contestamos a la vez Velma y yo.

De pronto el suelo comienza a moverse. Las vibraciones mueven nuestros juncos de un lado a otro. Parecen pasos, pasos pesados que se dirigen hacia nosotros. Cada vez los pasos son más cercanos. Nos juntamos los tres tras una roca azul que creemos que nos puede refugiar. Una sombra nos cubre y decidimos mediante gestos mirar qué criatura es la que nos acecha.

No nos lo podemos creer: es un dragón verde y azul. Pero un dragón que parece pequeño y triste. Nosotros, los niños fantasía, no debemos acercarnos a los dragones porque los hay que son malos y si no te conocen te intentan cazar y quemar con el fuego que echan por la boca.

Pero este dragón tiene la cara triste. Emite un sonido parecido al que hace mi hermana Jana cuando llora:- Snif, snif…? Me da tanta pena que me asomo tras las rocas.

-? ? ? ? ? ? Shana, no- tira de mi vestido Morten.

-? ? ? ? ? ? Está llorando, ¿no lo véis?. Tenemos que ayudarle.

-? ? ? ? ? ? Shana, es peligroso- me contesta asustado.

-? ? ? ? ? ? Es un animal- Eso parece convencerle.

-? ? ? ? ? ? Dragón. ¡Eh!- a mi voz, se da la vuelta despistado.

-? ? ? ? ? ? Aquí , abajo- Grito, mientras agito los brazos.- ¿Qué te pasa? Pareces afligido.

-? ? ? ? ? ? Uggg. Snif, snif.

-? ? ? ? ? ? Pero, ¿qué te pasa?- insiste Velma mientras nos ponemos frente a él.

-? ? ? ? ? ? Mi mamá se ha hecho daño. Snif, snif.

-? ? ? ? ? ? ¿Dónde está? A lo mejor te podemos ayudar.

-? ? ? ? ? ? Sois hadas. Mi mamá me dijo que sois ….

-? ? ? ? ? ? Somos hadas y tenemos que ayudar a quien esté en peligro- y mis amigos me acompañan hacia donde nos indica Taul, que es como se llama el dragoncito.

Aunque vamos hacia atrás y es posible que la Turken no podamos conseguirla decidimos ayudarle. Nos? lleva a la Gran Rueda que resulta haber caído y herido a la madre de Taul y cerrado el paso, para nuestra sorpresa, a nuestros compañeros. Evelyn está muy asustada por la madre dragón. Tratamos de tranquilizarla y le presentamos a Taul que cuando deja de llorar es muy simpático.

Nos ponemos todos a pensar, los niños mágicos de un lado y de otro, y Taul, el dragoncito, pues su madre está dormida del golpe.

Gumper, un duende muy astuto que es de mi clase, tiene una idea:

-? ? ? ? ? ? He descubierto que hay un hueco muy pequeño desde el que podríamos aplicar el ungüento que mi abuelo me entregó por si nos accidentábamos, pudiendo curarla y despertarla para que libere a nuestros amigos.

-? ? ? ? ? ? Sin embargo, el hueco es minúsculo …. hasta para vosotros –señala Taul .

Shana entonces se da cuenta de que aquello que tanto la preocupaba podrá usarse para solucionar sus problemas. Es bajita, y sin problemas, se desliza por el agujero.

Cuando llega, todos sus compañeros e incluso Evelyn se lo agradecen entre risas y gritos de alegría. Todavía queda lo más difícil: curar a Taula, la madre del dragoncito. ? Se concentra y rememora las enseñanzas de sus profesores. También los consejos de sus padres y abuelos. El junco verde acaricia la pata de Taula y poco a poco, se cubre del ungüento de Gumper.

Tras unas horas como no pasa nada, están hambrientos y cansados. Taul llora un poquito porque es muy chiquitito, pero Morten y Velma le animan.

Mi madre me ha dicho muchas veces que las cosas buenas, en ocasiones, se hacen esperar. Sólo hay que confiar.

De repente, la madre de Taul agita una de sus alas. Me retiro porque casi me da. Cuando abre los ojos se sorprende al verme, pero sonríe. Me cuenta que ha estado esperando a tener fuerzas para hablar conmigo y darme las gracias por lo que estamos haciendo.

Todos nos abrazamos una vez que Taula se levanta y se une a su hijito.

Este invierno, los dragones se han hecho nuestros amigos y la flor Turken es traída amablemente por ellos en agradecimiento de nuestra ayuda. La señorita Hooper nos ha aprobado a todos por nuestra valentía y ? Este invierno he dejado de sentirme mal por ser más pequeña que el resto.

La dríade Diana

Filed under: Relato - Tercer ejercicio — Carminacd at 3:40 pm on lunes, enero 4, 2010

(Con libre interpretación de la historia mitológica de Hércules en el Jardín de las Hespétides)

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Las mariposas se le subían desde el estómago, a través del esófago hasta la garganta como queriéndosele escapar por la boca. Entonces sonreía con los dientes apretados para formar una reja imposible de traspasar. Diana tenía once años, largos cabellos castaños como el tronco del árbol que la vio nacer, ojos del color y la dulzura de la miel y estaba comenzando su adiestramiento para ser cuidadora de los encantos de su ambiente natural, su casa, su mundo. Sus prendas eran tejidas con hojas y con hilos y con fibras de hierbas finas, siempre vestía de verde, minifalda con volados, musculosas, vestidos cortos que terminaban en picos provocados por las hojas de los bordes.

Ella era lo que se puede definir una Ninfa caprichosa, si sus mariposas eran suyas ¿por qué razón iba a dejarlas evadirse y deambular por el mundo fuera de su cuerpo? ¿dónde, sino dentro de ella, estarían mejor protegidas y alimentadas de sueños, ilusiones y sentimientos? Ella no comprendía por qué las otras ninfas les permitían nacer y abrían la boca gustosas, por su propia voluntad, para dejar partir sin destinación a sus mariposas.

– ¡Vamos Diana! – la animaban – déjalas salir, te nacerán otras y el mundo entero necesita mariposas para embellecerlo.

A ella se le escapaban solo si, después de comer, la sobrecogía el ímpetu de hacer un eructito. Un eructito de alas y colores.

Diana era una dríade, una ninfa de las que nacen en un roble en medio del bosque, en los lugares más escondidos, donde muy pocos conocen o pueden llegar. La misión de las dríades en su larga, larga vida, es la de custodiar las manzanas de oro del árbol que se encuentra en el centro mismo de un maravilloso jardín ubicado cerca de la cordillera del Atlas en Marruecos; el Jardín de las Hespérides que era el huerto de la diosa Hera en el oeste del mundo conocido para aquella época remota grecoromana.

Las ninfas, y Diana entre ellas, custodiaban el árbol que daba manzanas de oro, no por el valor económico del oro en sí mismo, sino porque esas? manzanas tenían el poder de hacer inmortal a quien comiera o solo mordiera una; es decir, de transformarlo en dios con todos los enormes beneficios que ello acarrea, como por ejemplo entrar en el Olimpo y quedarse a vivir ahí en el mismísimo paraíso de los dioses griegos sin que nunca jamás la muerte pueda tocarlo, ni siquiera envejecer. Entonces varios semidioses medio mortales, le tenían unas ganas locas a las manzanas y las hermosas guardianas, las pobrecitas ninfas, hasta se habían sentido obligadas a poner refuerzos en la guardia permanente del manzano prodigioso: habían traído un dragón. Un dragón inmenso que superaba la altura de los robles más antiguos del bosque, con seis cabezas, de esa forma el dragón nunca se dormía completamente del todo, siempre quedaba despierta una de sus cabezas con los ojos bien abiertos, por lo menos para cuidar de noche y escupirle una bocanada de fuego calentito, calentito, crepitante y rojo al primer medio dios medio mortal que se animara a entrar en el jardín o quisiera intentar traspasar la barrera de colinas boscosas que escondían la floresta mágica del resto del África y del mundo.

De esta forma las adorables jovencitas pudieron relajarse un poco y disfrutar de las bondades del jardín, de la frescura debajo de la sombra de los antiguos y frondosos robles, del canto embriagador de los pájaros que anidaban en ellos, de la transparente agua del arroyo que bordeaba el bosque. Se divertían muchísimo desde que el deber de custodiar y vigilar era compartido entre ellas y el dragón, les había aliviado inmensamente el trabajo agotador de adorar las manzanas de día y de noche sin poder quitarles los ojos de encima.

Las risas de hada llenaban el aire de felicidad entre juegos, vuelos, saltos y persecuciones divertidas. Las ninfas corrían una detrás de la otra, escondiéndose dentro de los troncos de los robles que las vieron nacer y crecer y comenzar su importantísima labor protegiendo las manzanas doradas.

Mientras tanto, algún tiempo antes, Hércules, el hermoso semidiós, el hijo que tuvo Zeus con una mujer mortal había cometido un delito que le llevó a tener que cumplir varias penas desarrollando labores especiales. Hércules ? era poseedor de una fuerza descomunal, la mayor fuerza que existiera en el mundo y que nunca haya existido ni existirá jamás, influenciado por la diosa Hera que lo odiaba por su procedencia, perdió momentáneamente la razón destruyendo un pueblito de campesinos. Al volver en sí y darse cuenta del sufrimiento y la devastación que había causado, se aisló del mundo, pero uno de sus hermanos lo encontró y lo llevó frente al Oráculo donde el mismo Hércules pidió ser castigado y se le impusieron doce labores reparadoras del daño provocado. Una de esas era la de robar las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides para castigar a Hera por haber hecho enloquecer a Hércules provocando las desgracias destructivas con su fuerza sobre un pobre pueblito que no tenía ninguna culpa del rencor y los celos de la diosa contra el hijo ilegítimo de su marido Zeus.

El primer problema para Hécules fue encontrar el huerto ya que desconocía por completo dónde se hallaba el jardín con el árbol de las manzanas de oro, por otra parte no existía nadie que se le ocurriera a él que pudiera conocer su ubicación. Al final de todos sus rodeos, se dirigió al dios del mar, un descomunal dios mitad pez mitad humano, de barbas y cabellos largos y rojizos, con cola de pez color turquesa y escamas brillantes como esmeraldas. No había sido esa su primera idea, llegó a él luego de pasar por varios pobres desafortunados que cayeron en sus manos exprimidoras de información.

El dios del mar sí que sabía la ubicación del bosque donde se encontraba el manzano, pero de allí a decírselo a Hércules había mucho camino por recorrer todavía. Fue un encuentro difícil entre dos titanes sobre y debajo del agua inmensamente azul del Mar Mediterráneo, hasta que Hércules comprendió que por la fuerza con este dios no obtendría lo que buscaba. Comenzó a pensar, mientras luchaba, en qué cosa podría necesitar un dios del mar para hacer un intercambio entre lo que él pudiera darle y la información que le servía. Hasta que se le ocurrió una idea, claro: ¡vacaciones!

– Mira que de esta forma no llegaremos a ninguna parte.- trató Hércules de influenciar al dios que no se cansaba aunque Hércules lo superara en fuerza y empeño en la pelea – ¿Puedo hacerte una propuesta que te permitiría pasar algún tiempo extra en el Olimpo con tus colegas divinos?

Y así le propuso suplantarlo en sus tareas por todo el tiempo que él necesitara para descansar en cambio de que aunque sea lo guiase con sus palabras, si quería con un acertijo, con lo que fuera, todo le serviría frente a la ignorancia total que le oscurecía el camino; que le iluminara el recorrido a seguir hasta las cercanías del huerto de Hera, sin llegar a acompañarlo en persona ni a decirle exactamente dónde estaba para que el dios no quedara mal en el Olimpo por delator de secretos divinos.

Así guiado y no guiado por el dios del mar, persuadido en lugar de por la fuerza por la inteligencia, llegó Hércules a las puertas del jardín de las Hespérides donde le esperaba otro gran desafío caliente como un volcán en erupción, escupidor de lava a través de seis cabezas en lugar de una. Aunque allí sí su espada y su fuerza fueron suficientes, pues, siendo igualmente un dragón, no se comparaba siquiera con una divinidad. Golpes, cortes precisos, puños, cabezasos, recibió también una que otra quemadura que soportó heroicamente. Logró ahogar las llamaradas en el agua del riachuelo y atar a la bestia con bejucos resistentes, enredaderas que colgaban de los árboles antiguos de esa zona tropical.

Abatido el dragón Hércules hizo su entrada en el jardín donde lo vieron por primera vez las dríades mayores que eran casi todas de cabellos rizados y rojizos recogidos con peinetas de madera que ellas mismas hacían usando como materia prima las más bellas ramas de los robles.

Las hermanas mayores de Diana se enamoraron a primera vista del maravilloso semidiós que usurpaba su reino, se enamoraron de sus cabellos rubios y largos, de sus músculos, de su incomparable belleza; pero a Diana no podía moverle ni un cabello ese bruto fortachón que había desafiado y vencido al dragón. ¿Acaso solo ella comprendía las malas intenciones del grandulón ese? ¿No serían ahora ellas las próximas víctimas de su fuerza destructiva? ¿Qué podía hacer si sus hermanas ya estaban estupidizadas y no opondrían resistencia a sus requerimientos?

Diana se dispuso a armar un plan de ataque ya que las demás solo lograban revolotear alrededor del estatuario intruso con la boca abierta babeando enamoradas. Por lo pronto tenía que descubrir, aunque ella intuía que fuera por las manzanas de oro, para qué el megamusculoso se había tomado tantas molestias para llegar hasta allí.

Lo peor fue cuando comenzó a ver a las dríades mayores que le ofrecían voluntariamente las manzanas al semidiós.

Estaba sola.

-? ? ? ? ? ? ? ? ? Per ¡ qué están haciendo! – se desesperaba Diana al ver todo su reino que se hacía pedazos a su alrededor. Todo por lo que siempre habían luchado. Por lo que habían nacido, iba desapareciendo por idiotez, por amor.

Entonces Diana rayó la cáscara de una manzana de oro entre las piedras, la diluyó con agua del arroyo formando una pintura dorada donde sumergió manzanas normalísimas y con ellas, mientras se escondía entre la fronda del manzano prodigioso, sustituyó todas las manzanas que quedaban en el árbol con las creadas por ella y también aquellas que Hércules había logrado acumular sobre la hierba fresca, mientras sus hermanas mayores distraían al megamúsculos con sus besos y sus ofertas de manjares y bebidas preciosas sin saber que formaban parte de su plan.

Luego de haberse gozado todo el tiempo que quiso, Hércules dejó el Jardín de las Hespérides llevándose su botín contrahecho de manzanitas decorativas.

Diana no sabía hasta cuándo ni cómo resistiría esa farsa en el olimpo, pero mientras nadie se quisera morder una manzana duraría su seguridad, luego sería otra la historia cuando se descubriera toda la verdad, pero ahí recién se haría problema para resolver las consecuencias.

Poco a poco fue volviendo todo a la normalidad luego de la inusual visita. Desataron al dragón que tardó en secarse por dentro y volver a echar fuego por la boca, pero no tardó tanto como lo que se tomaron sus hermanas para dejar de adular al fortachón.

TIANNA

Filed under: Relato - Tercer ejercicio — Alicia at 5:25 am on lunes, enero 4, 2010

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TIANNA?

Era La Casa de la Colina.

Nadie podía desconocer sus atributos y sus misterios. Y era un secreto a voces que el que lograra acercarse a ella corría el riesgo de no regresar nunca a su lugar de origen.

Por fuera aparentaba un castillo medieval, con sus innumerables ventanas y sus torres que casi alcanzaban el cielo; del interior, por lo expuesto, no se tenían datos.

No había en la aldea habitante alguno que hubiera dejado de pasar y de admirarla de lejos aunque fuera una vez, ? con las secretas ansias de develar sus enigmas. Ello generaba insólitos relatos que jamás podrían ser calificados como reales o ficticios, por desconocerse el origen y la veracidad de cada uno.

Y cuentan que cada noche el bosque se iluminaba con el resplandor proveniente de sus jardines y de sus habitaciones.

Al caer el sol, desde el más pequeño de los ventanales comenzaba a brillar una luz tenue que se propagaba hacia los restantes, convirtiéndose con las horas en un fulgor que enceguecía.

Y una música celestial y cautivante invadía y se filtraba hasta cada casa, hasta cada rincón, hasta cada alma.

Entonces los abetos y los cipreses, las orquídeas y las anémonas, los lirios y los tréboles blancos, parecían cobrar formas humanas y tomar parte en una danza imaginaria.

Los aldeanos entornaban las ventanas y tapaban sus oídos ante el riesgo de dejarse arrastrar por los arpegios cada vez más intensos, sin dejar por ello de atisbar tras las cortinas cuando la inquietud los superaba.

Así fue que durante largo tiempo la casa representó una de las pocas atracciones que animaba las noches serenas, para los que se arriesgaban a observarla y a ? escuchar.

Cierto día, un rumor surgió en forma clandestina y se extendió ? como reguero de pólvora de un confín al otro de la región.

Se decía que en la casona habitaba un hombre muy malvado, que tras secuestrar a una doncella la mantenía prisionera en uno de los cuartos más ocultos. Que ella, acongojada, había casi agotado ya sus lágrimas y que intentaba que los últimos sollozos pudieran oírse hasta el infinito y llegar a su enamorado. De ser así, esperaba ser rescatada antes de morir de pena.

Continuaban afirmando que el depravado encendía las luces nocturnas para evitar que aquella escapara y con la intensidad de las melodías pretendía silenciar sus lamentos.

Y agregaban que la joven poseía cualidades especiales con las que, sin que su captor lo advirtiera,? daba a las luces un brillo inusitado y a los sonidos un poder de atracción que sobrepasaba el tiempo y los espacios, en el afán por revertir las malignas intenciones y atraer al dueño de sus horas.

En conocimiento de estos sucesos, el pueblo comenzó a referirse a la muchacha como Tianna o Reina de las Hadas.

De ese modo ? los campesinos dejaron de observar descuidadamente el lugar y se dispusieron a esperar la llegada del joven pretendiente que acudiría en auxilio de su amada.

Una tarde, estando un chiquillo del poblado sentado al borde del camino, fue sorprendido por un caballero que montado en un esbelto corcel detuvo su marcha y preguntó:

– ¿Cuánto me ha de faltar para que, cabalgando de prisa, aviste la Casa de la Colina? Te daré diez libras si me orientas.

Con rostro de asombro y extendiendo la mano el pequeño respondió:

– No cabalgues demasiado rápido pues te alejarás de ella. Costea el curso del arroyo y a escasos metros de su desembocadura la encontrarás. Deberás pasar primero por la casa de la curandera, detrás de la arboleda espesa.

Siguió el visitante su camino a paso lento, por temor a equivocar la senda. A medida que avanzaba, la noche iba cayendo y las sombras dificultaban su visión. De pronto una voz aguda chilló entre la espesura, sobresaltándolo.

– ¡Alto! ¿A dónde te diriges, desconocido?

Ni en sus sueños más atroces había visto el hombre fealdad tan marcada. Nariz de águila y ojos de serpiente, sumados a una boca fina y con un rictus crónico de maldad, le hacían pensar que había llegado a las puertas del infierno.

– Me dirijo a la casa donde una doncella espera mi rescate y necesito de tu ayuda para continuar – respondió.

– ¿Y esperas entrar allí?- volvió a gritar la anciana- – No aconsejo que te acerques pues hallarás la muerte. ? Sólo lo conseguirás si das a beber mi pócima a los guardias de la entrada. Pero para ello deberás recompensarme ampliamente, jovencito.

– ¿Y cuál es tu pócima?- contestó el viajero.

– Te prepararé la más potente, con la que dormirán para siempre. La cola de lagartija y el hígado de buey con flores de lavanda sabrán hacer lo suyo. ¿Cuánto me darás a cambio?

– Te entregaré una bolsa con cien libras si me lo entregas con celeridad.

Concretado el trato recibió el frasco y continuó la marcha, con la mente atenta y el corazón henchido. El futuro y su vida dependían de volver a los brazos de su amada, aunque para ello debiera enfrentar las peores adversidades.

Habían pasado meses desde el infortunado momento en que, estando él ausente, el cruel villano se había apoderado de ella y la mantenía recluida. Confiaba en revertir la situación y recuperar prontamente a su ? amor perdido.

A poco de andar un halo de luz le indicó que estaba cerca. Entrecerró los ojos y sigilosamente dirigió su caballo hacia la entrada. El sendero angosto y la vegetación densa le dificultaban el paso pero su insistencia podía más.

Avistó los guardias en el frente; eran tres, no le sería difícil dominarlos. Rodeó la casa por detrás del muro y al verlo acercar los hombres desenvainaron sus espadas y le advirtieron:

– ¡Detente, extranjero! ¡Un paso más y eres hombre muerto! ¿Qué es lo que buscas?

– Vengo de lejos y lo único que ansío es algo para beber. Hace días que viajo y no he probado líquido desde el amanecer de la víspera. ¡Tenéis algo para ofrecerme?

– Tan solo agua del pozo y luego te marchas- contestaron, acercándole de mala gana un odre gastado y polvoriento.

– Tengo algo para ofreceros que hará que no me olviden- apuntó el joven – Un preparado que, mezclado con el agua, será a partir de hoy vuestra bebida predilecta.

Y mientras hablaba echó dentro del saco la pócima adquirida y se los entregó. Tomaron hasta saciarse y bastaron pocos minutos para que un sueño sempiterno se apoderara de los tres.

Cruzó entonces el portón de entrada y avizoró los alrededores. Tras el ventanal del frente se avistaba un imponente salón de fiestas y a un costado del mismo el dueño de casa dormía su aparente borrachera sobre un sillón; el resto de los lugares de la planta baja no mostraba otra presencia humana.

Se vería obligado a ascender a la planta alta intentando llegar a los cuartos traseros, los más recónditos. Escaló dificultosamente la tupida enredadera que cubría las paredes y una vez allí no le llevó demasiado tiempo recorrer las habitaciones; se dejó llevar por un sollozo débil que partía de la más lejana; forzó la puerta y entró.

Ni la más dichosa de las visiones hubiera provocado en ellos la emoción de aquel reencuentro, ni el sonido más sublime llenado sus oídos de música tan celestial.

Entonces las manos de Tianna se extendieron por sobre el abrazo, abriéndose hacia el cielo. Y como por arte de magia el bosque todo se

llenó de una luz nueva y las notas ? cautivantes los invadieron, filtrándose hasta cada casa, hasta cada rincón, hasta cada una de sus almas encontradas.

Los aldeanos se acercaron de prisa a celebrar la buena nueva y el hechizo continuó. Para beneplácito de todos, la Reina de las Hadas convirtió cada habitación en una casa digna por familia y elevó cada torre hasta tocar las nubes, para así programar tiempos buenos y lluviosos.

El bellaco fue condenado por siempre a las tareas más despreciables y la bruja junto al niño del camino, transformados en custodios a cambio de una paga sin igual.

Tianna y su amado, ahora soberanos de la comarca, huyeron raudamente cruzando los jardines, en busca de un descanso a sus tribulaciones y de un futuro venturoso a su regreso.

Formándoles cortejo, los abetos y los cipreses, las orquídeas y las anémonas, los lirios y los tréboles blancos enmarcaron su viaje, mientras se inundaban los cielos y la tierra de la música más bella que Tianna iba entonando, aferrada a su amante sobre el brioso corcel.

El abrazo anhelado los fundió en uno solo y fueron sus latidos de un solo corazón.

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LA CASA ENCANTADA

Filed under: Relato - Tercer ejercicio — Alfonso at 6:41 pm on domingo, enero 3, 2010

Cuando era pequeño tenía especial afición a los cuentos de hadas, nomos, elfos, duendes, magos y demás seres de los mundos fantásticos. Yo creo que todo empezó con los cuentos de los hermanos Grimm que me regaló mi madre. Era una selección de sus cuentos con ilustraciones. Me impresionaron, accedí a un increíble mundo en que todo era posible. Después leí otros y otros y busqué y rebusqué en anaqueles y estanterías. No quedo repisa ni estante sin investigar en todas las bibliotecas en que pude; conocí a Julio Verne y Emilio Salgari, viaje y tuve aventuras. Siempre me llamaron la atención los lomos de los libros, quizás porque era lo primero que veía. Ya entonces cuando cogía un libro primero veía sus tapas, acariciaba su lomo, palpaba sus hojas y luego lo leía pausadamente, después más deprisa y finalmente de un tirón hasta el final. Todos aquellos libros eran una tentación para mí pero yo ya había escogido con quien quería estar y era con los seres de fantasía.

Pero un buen día los cuentos desaparecieron. La bibliotecaria se mostró sorprendida al hacérselo saber y repasando su ordenador me dijo que hacia mucho tiempo que no llegaba ningún libro de ese tipo. Contactó con editoriales, librerías y otras bibliotecas y exhausta me comunicó que el mal era general. Nadie sabía muy bien que pasaba pero no llegaban cuentos a ningún sitio. Los autores estaban secos. La fantasía se había acabado. Sobre todo llegaban novelas de no ficción y las de ficción eran para adultos, nada que ver con el mundo de las hadas.

No estoy seguro de quien me habló de aquella casa, no se si fue la bibliotecaria o alguien de todas las personas con las que establecimos contacto para ver que pasaba pero me dijo que allí había habido en tiempos un centro cultural para niños con una bonita biblioteca, famosa por sus cuentos.

Una frondosa arboleda formaba un corredor que daba acceso a la casa. Un manto de hojarasca crujía bajo mis pies. Llegué hasta la verja que rodeaba la vivienda, una puerta metálica daba paso al jardín. El césped estaba especialmente cuidado y las flores llamaban la atención por su diversidad y colorido. Un sendero de losas indicaba el camino hacia la puerta principal entre árboles y pequeños lagos llenos de nenúfares. Cerca ya de la puerta se abría un claro con un césped que parecía segado a tijera. La casa era de arquitectura ecléctica de finales del siglo XIX de estilo inglés, con tres pisos de altura, tejado de pizarra, rematada por dos torreones con buhardillas picudas con un enorme pararrayos en su cúspide. Pequeños ventanales de madera pero muy numerosos se abrían en su fachada. Subí tres escaleras hasta la puerta principal, y busqué el timbre; no lo encontré así que pegué dos golpes con el aldabón que sonaron en toda la casa. Me pareció oír numerosos pasitos de lo que deduje que debía haber niños, finalmente unos pasos firmes y recios se aproximaron a la puerta abriéndola con decisión. Una mujer anciana de pelo revuelto y nariz aguileña me miraba con cara de pocos amigos. Vestida de negro me pregunto con voz ronca

-? ? ? ? ? ? ? ? ? ? ? ¿Qué quieres? ¿No ves que estas molestando?

Le explique que me habían hablado de que en aquella casa había una biblioteca. No me dejó terminar y ásperamente me contestó

-? ? ? ? ? ? ? ? ? ? ? Aquí no hay nada de eso, vivo sola y no me gusta que me molesten.

Y cerrando la puerta dio por terminada la conversación.

Di una vuelta alrededor de la casa y por detrás vi una piscina redonda, al lado de una galería acristalada. Me llamaba la atención que una señora sola pudiera tener todo tan cuidado. Primero oí un susurro y luego una llamada a media voz. Alguien entre los arbustos y las flores me decía que me acercara. Al abrigo de las plantas, semiescondido un hombrecillo mayor diminuto con ropajes de colores, gorro de cucurucho y babuchas me dijo

-? ? ? ? ? ? ? ? ? ? ? ¡Tienes que salvarnos! ¡Ven por la noche!

Miraba a todos lados preocupado mientras me urgía a que les ayudase. Cuando le iba a preguntar que era lo que pasaba desapareció entre el follaje. Miré a la galería y comprendí porque se había marchado. Aquella mujer tan desagradable miraba desde el interior haciéndome señas de que me marchase.

Me fui pensando que aquel hombrecillo era sin lugar a dudas un duende, un elfo o un gnomo. Me incliné más por pensar que era un duende de orejas largas y puntiagudas, abundante barba negra, pies grandes y muchas arrugas; pues todo el mundo sabe que los gnomos viven en el interior de la tierra y los elfos son jóvenes muy bellos que viven en bosques, cuevas o fuentes. Quizás fuese un duendecillo pues su estatura me parecía más pequeña que la de un niño. Es sabido que no tienen muy buen carácter, enfadándose con facilidad aunque de muy buenos sentimientos siempre dispuestos a ayudar al hombre y que son traviesos y que habitan en algunas casas de las que se apropian, suelen ser casas con abundante vegetación pues su hábitat natural son los bosques. También se les llama trasgos, trastolillos, trentis según la zona o el país.

Aquella noche en mi casa revise todos los cuentos que tenía sobre duendes y por fin di con algo interesante. Según la leyenda se puede crear duendes mediante la obtención de unas plantas que solo salen en la noche de San Juan. Estas plantas se deben guardar en una botella de vidrio negro dejándola cerrada durante toda la noche y por la mañana al abrirla saldrá el duende creado para ser tu sirviente. Pudiera ser que aquella mujer los tuviera a su servicio contra su voluntad. Eso explicaría porque todo estaba tan cuidado. Me prometí que acudiría en su auxilio. No podía desoír la llamada de un duende y mucho menos en estos tiempos en que la fantasía había desaparecido. Quizás sabrían algo de lo que pasaba. Me preocupaba la bruja así que estuve buscando como deshacerme de ella hasta que dí con la botella de Belarmino. Llené una botella de clavos, un alfiletero rojo en forma de corazón lleno de alfileres, cabello humano, uñas recortadas y orina. Era un poco guarro pero serviría para deshacer el hechizo y liberar a los duendes; además la bruja quedaría muy debilitada.

Era una noche oscura, las nubes corrían empujadas por un viento helado y de vez en cuando jirones de niebla invadían la arboleda de entrada a la casa que se hacía más evidente cuando ocasionalmente la luz de la luna lograba pasar hasta ella, entonces desde la distancia la casa aparecía tenebrosa. Me pareció que la hojarasca crujía más que nunca y que mis pisadas debían ser oídas por todos los duendes y brujas en muchos kilómetros a la redonda. Procuré hacer el menor ruido posible y rodeé la casa buscando por donde entrar. En la galería había una puerta que se podía abrir y accedí al interior. Sentí la botella de Belarmino en la mochila? a mi espalda y me dio seguridad. Un gran salón rectangular se abría ante mi, de él salía un pasillo y una escalera de piedra señorial ascendía hacia las otras plantas. Supuse que las habitaciones estarían arriba y comencé a subir lentamente. Una vez en el primer piso había varias habitaciones cerradas. De una de ellas salían lamentos y gruñidos. Pensé que la botella ya debía estar haciéndole efecto a la bruja. En otra, la más alejada salía luz de muchos colores por debajo de la puerta. Evidentemente esta puerta parecía la buena. ¿Qué podía haber detrás? Puse el oído y solo alcance a oír una especie de zumbido. Inspiré profundamente y decidí abrir la puerta. Una intensa luz cegadora alumbraba toda la habitación; de blanco inmaculado con cortinas de seda blancas, armarios y muebles blancos y estanterías llenas de cuentos; de los hermanos Grimm, de Perrault, de Hans Christian Andersen, de charles Diquens; fábulas de Esopo, de La Fontaine; cuentos de animales, de encantamientos, de príncipes y de dragones; cuentos de todos los colores y todos los tamaños y en medio de la habitación varias hadas; el hada inspiración de color amarillo ocre, el hada ingenio de color naranja, el hada entusiasmo roja, la creatividad parecida al ingenio, el ensueño violeta parecido a la utopia y la ilusión, la imaginación azul como el cielo y delante de todas ellas un hada de todos los colores del arco iris, la musa. Todas se revolvieron al verme y rápidamente me condujeron a la planta de encima donde estaban los duendes esclavizados al servicio de la bruja y ahora libres por efecto de la botella de Belarmino. Pero todavía faltaba lo más importante. En la habitación de la torre estaban encerradas las ideas que como gotas de escarcha se evaporaron al abrir la habitación. Las hadas me dijeron que por el pararrayos iban al aire y por él a todos los autores que sedientos de ideas no podían escribir. Mientras soltaba a las ideas los duendes sacaron a la bruja de su habitación que maltrecha por efecto de Belarmino no alcanzaba a defenderse y la echaron de la casa. Las hadas se pusieron a trabajar cada una con su don y a trasmitir ideas y los duendes empaquetaban cuentos con destino a todas las bibliotecas. Todos me aconsejaron enterrar la botella de Belarmino boca abajo para que protegiera la casa y la bruja no volviera nunca más.

Desde entonces leo todos los cuentos que quiero de la biblioteca, nunca más volvieron a faltar y cada vez los autores tienen más imaginación y más fantasía. Todo es señal de que las cosas funcionan bien en la casa encantada.