El ocaso de un ósculo

Filed under: Relato - Primer ejercicio — SILVIA SOLIS CAMACHO at 3:22 am on domingo, noviembre 29, 2009

Jeremías Popoca Archin es un hombre de mandíbula pronunciada. Ojos como dos arroyuelos ocultos entre las matas del camino; cejas abundantes. Boca grande de color rosa oscuro. La dentadura se forma en filas casi perfectas y tan brillantes que contrastan con lo achocolatado de su tez. Osco, su semblante lo delata un gesto de permanente disgusto.

No obstante su aspecto insignificante, desde muy joven había adoptado un hábito que se fue haciendo necia costumbre hasta convertirse en auténtico vicio: un irrefrenable gusto por besar.

Todo comenzó cuando, el diagnóstico de un medico practicante, determinó que Jeremías era introvertido, antisocial; con grave tendencia al mutismo y recomendó como tratamiento, una fuerte dosis de besos y caricias? cada dos horas durante un mes.

A Jeremías se ? complicó surtir la receta puesto que en fu familia desde generaciones anteriores no tenían esas mañas. De hecho, se creía que esas manifestaciones eran propias de gente; rara por eso, a los infantes, se les destetaba al mismo tiempo que se les retiraban los mimos y chiqueos de las madres y del resto de parientes. Y si alguien cedía a la tentación? prodigar algún acercamiento, era sancionado severamente con la exposición pública y la burla de todos para evitar exhibicionismos, al margen de la creencia de que los besos? traían consigo un buen número de enfermedades contagiosas.

Así, para castigar la osadía del profesional que había salido con tales recomendaciones, ? lo expulsaron de la región bajo la amenaza de que si se le sorprendía por los alrededores, sería lapidado sin mayor averiguación.

Jeremías Popoca Archin se postró en lastimera tristeza. Se le veía? caminar sin rumbo con ojos extraviados mientras su cuerpo se estremecía preso de escalofríos y temblores. Era inminente su extinción pero Joaquina, su madre, no estaba dispuesta a seguir viendo a su hijo sufrir de esa manera, así que tomó la decisión de seguir las indicaciones del galeno.

Todas las noches apagaba las luces y cualquier destello de luz. Atrancaba la puerta y ahí, en la más profunda oscuridad abrazaba y besaba a su muchacho sintiéndolo como un frágil pajarito que se había relegado ? en el camino y la lluvia lo había dejado hecho una sopa.

La madre lo arropaba con toda la ternura de que era capaz arrullándolo hasta que lo vencía el sueño.

La comunidad empezó a sospechar y una noche, Joaquina creyó ver una sombra en la ventana.

Presa de miedo tomó a su hijo, guardo sus hilachas y en papel de estraza? puso un par de gordas embarradas de fríjol y abandonó el jacal. Por un momento dudó porque su partida significaba también renunciar a la remota esperanza de que su marido volviera cualquier día.

Caminó largo un largo trecho hasta que se le deshicieron los huaraches como volutas de algodón de azúcar.

No hubo más remedio que refugiarse con los ixtecos que en un principio habían sido parte de los suyos, pero se separaron en busca de mayor libertad.

Renunciaron a un Dios postrado en una cruz para sujetarse? a los mandatos de preceptos más humanos. Decidieron apoyarse en la solidaridad y al respeto mutuo. Los ixtlecos los recibieron con alegría congraciándose con su decisión.

Madre e hijo se tomaron su tiempo para adaptarse a su nueva vida. En esta parte del mundo todo se hacía al revés: se veían por todas partes manifestaciones abiertas de cariño. Todas las familias, amigos y parejas se demostraban sin remilgos toda su afectividad.

Jeremías se veía renovado, alegre, le brillaban los ojos y una carga de delirante energía.

Construyó una casa de tabique, cemento y hasta con piso firme. Un corral de gallinas y un lechón que les habían dado como regalo de bienvenida. La comunidad ixtleca estaba convencida de que, legalmente, la tierra es para quien la trabaja.

A Joaquina le costaba mucho trabajo adaptarse a la nueva situación porque en sus antepasados sólo se aceptaba el beso respetuoso en la mano de los mayores. Nuca se vio que los padres se dieran un abrazo ni siquiera en fechas especiales. Las mujeres debían caminar detrás del padre, del hermano o de los esposos pero nunca a la par. Uno no podía explicarse cómo era la procreación? de por lo menos una docena de hijos por familia.

Los miembros de la se hablaban de “usted” y? conversabas en privado en voz baja y los menores? debían permanecer con la cabeza baja.

También aquí ? en Ixtitlán se seguía la costumbre de reunirse? en asamblea dominical donde las manifestaciones afectivas se hacían, para los recién llegados, melosas y exageradas.

Aquí sólo se hacía una excepción: las llamadas suripantas tenían estrictamente prohibido besar a sus clientes porque podría darse una situación de intimidad y ellas debían sujetarse a prácticas sexuales.

Los caminos paralelos no se juntan a menos que un cruce se atraviese en su destino y Jeremías Popoca Archín bebía con peligrosa avidez? toda esta aventura. Preguntaba, investigaba pero sobre todo, experimentaba y poco a poco fue descubriendo que el beso no tiene nada que ver con el tamaño de la boca o la forma de los labios puesto que su eficacia no se veía alterada.

Entonces Jeremías decidió no perder el tiempo y aprovechar toda oportunidad abandonando, de una vez por todas, la necia abstinencia de la primera etapa de su vida para volverse todo un experto en la materia.

Empezó a hablar de una gran variedad de besos: técnicas, usos y objetivos preestablecidos. Formales, falsos? sociales, hipócritas y hasta traidores. Descubrió que todos son distintos aunque sean liberados de la misma boca.

Se sintió confundido al saber que la práctica no podía ser infinitamente gozosa que igual, podría resultar peligrosa.

¡No! A él no le pasaría –pensó- ? a estas alturas? ya estaba preparado para diferenciar unos besos de los otros para tomar únicamente los verdaderos.

Alguna noche empezó a soñar con un centenar de bocas entreabiertas que lo perseguían. Sentía ? el húmedo contacto? y el chasquido al estrellarse en toda su piel. La visión se repetía. Despertaba sudoroso, afiebrado y con bocanadas de sangre que, en su desesperación se hacía él mismo por chasquear los dientes contra los labios.

En poco tiempo su boca se lleno de aftas y fisuras de color oscuro, como amoratadas y se puso tan reseca? que crujía como ? las viejas hojas caídas de los árboles.

Sin darse cuenta se empezó a obsesionar con uno de esos besos amorosos de los que tanto se hablaba pero, mientras más buscaba, más se desilusionaba? al encontrarse sólo con una gama de besos insípidos, incoloros e irreparablemente vacíos.

Cambiar sus costumbres. Primero por decepción? y luego porque los buches de agua con sal que le recomendaron para apagar los fuegos y disminuir la inflamación de los labios era muy tormentosa.

El agudo dolor que empezó a padecer lo volvió a su aislamiento. Se hizo asiduo a largas caminatas.

Un día llegó hasta las orillas del río Verde y no se atrevió a cruzar porque ésa franja de agua, separaba su pueblo natal; era el límite con su pasado.

Pero ahí la vio a ella. Ángela Topetec justo del lado opuesto. Su silueta tenía un raro esplendor. Ella presintiendo el peligro, se alejó a toda prisa.

La perseverancia de Jeremías bajó la guardia de la joven que fue acostumbrándose a esa sombra inmóvil hasta que un día, decidió enfrentarlo:

-¿Quién es usted? ¿Por qué se esconde?

-Por favor no se asuste –respondió Jeremías en tono suave. La joven empezó a hablar sin parar y al darse cuenta de que a sus cuestionamientos tenían como respuesta largos silencios se calló

-Me llamó Jeremías Popoca Archin y vivo aquí en Ixtitlán…

-¡Ah! –expresó ella con temor.

-Somos amistosos

-Sobre todo muy cariñosos ¿no? –No tomó en cuenta el comentario.

-Tal vez un día podría invitarla…

-¡Ni Dios lo permita! Esa es una tierra? de pecado –lo dijo santiguándose.

-Dice el Padre Camilo que se parece a Sodoma y Gomorra y que si cruzamos, estaríamos condenados al infierno y la culpa de ser impuros y no podría lavarse ni con el más sincero arrepentimiento. No habría penitencia suficiente para alcanzar el perdón.

Si tú eres de ese lugar de endemoniados ¡aléjate! Y salió corriendo como alma que lleva el diablo.

Las pesadillas de Jeremías cambiaron de rumbo. Ahora se sentía perseguido por los brillantes ojos de Ángela.

Durante el día pensaba mucho en ella. Se la imaginaba paseando por las angostas calles o rezando en la capilla a la patrona del pueblo: María Magdalena, la pecadora tocada por Dios. La veía ir y venir por agua del pozo o ir a vender pan de anís y ? canela en la plaza.

La cabeza de Jeremías pareció recibir un descalabro que termino por alborotarle los recuerdos: su choza, sus paseos dominicales y cómo lo llevaba a empujones su madre a la santa ? misa. El aire impregnado de olor a pan fresco. Tal vez esa vida no fue tan mala. Sacudió con violencia la cabeza para alejar esos pensamientos.

Se volvió más callado, taciturno, ausente. Su madre estaba convencida de que esa enfermedad de sus labios lo había cambiado.

El muchacho hizo de sus paseos nocturnos algo vital y Ángela también acudía como a una cita impostergable. No pronunciaban palabra aunque el cruce de miradas ? visiblemente los llenaba.

Entonces Jeremías se fijó en sus labios delgados y apetecibles. Supo al momento que en esa boca estaba aprisionado un dulce beso de amor. Daría la vida por ese beso aunque en el fondo de su alma estaba convencido que jamás sería para él. Caminó de regreso a su casa y fue directamente al costurero de madre; buscó una aguja? y la ensartó con suficiente hilo. Unió sus gruesos labios y confeccionó en ellos un bordado a punto de cruz.

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