Lo que no le dije a Clarisa
Si hubiera sabido que aquella sería nuestra última charla, mis palabras no habrían tenido aquél tono desatento, descortés, presumido. De haber advertido que por fin cumpliría su reiterada promesa de abandonarme, habría tomado impulso para gritar por primera vez que la amaba.
Dicen que comenzamos a valorar algo al perderlo. ¿Pero que hacemos cuando, en vez de perderlo, lo desperdiciamos? Lamento decirles que la respuesta no es alentadora. Hoy desperté sobresaltado, el griterío de mis pensamientos me turbaba. Entre mis propios reproches, solamente pude mortificarme recordando que Clarisa se fue sin que antes le haya dicho que su amor por la literatura acrecentó mi gusto por los cuentos y las novelas, que por pensar en su figura es que adoro la fotografía, que por nuestras pequeñas discusiones cotidianas disminuyó mi gusto por el fútbol, que mi metro setenta y ocho no puede sobreponerse al tedio sin su metro sesenta y nueve, que mis ojos cafés solo encuentran vida en sus pupilas azules, que mis ochenta y tres kilos solo levitan al sentir cerca su cadera, que no puedo hacer un autorretrato sin retratarla a ella.