Amor de doble filo

Filed under: Relato - Primer ejercicio — Melquiades at 12:19 am on martes, diciembre 15, 2009

La similitud entre el rostro de Anna y la figura formada por el humo de la última bocanada de aquél cigarrillo húmedo llamó la atención de Marco por unos instantes, hasta que la helada brisa marina desdibujó la aparición y desvaneció los pensamientos. Era hora de emprender el regreso y el empedrado de las cincuenta cuadras que debía recorrer hasta la estación de ferrocarril, prometía dolores para la mañana siguiente. El desvencijado taxi que abordó no auguraba un viaje menos trajinado que el que podía deparar la caminata, pero la repentina idea de sorprender a su amada Anna al llegar anticipadamente, le proporcionó el valor necesario para la travesía que finalizó en el barrio de la colina. Allí eligió la mejor botella de malbec que había a la venta en “La boutique del vino”. Ya estaba relativamente cerca y prefirió caminar el último tramo, entreteniéndose en pensar cuanto reiría Anna al oír el nombre de aquél pretensioso local de venta de vino. En su paseo por la calle del muelle había meditado sobre su vida, que se dividía en antes y después de Anna y había tomado la decisión de demostrarle cuanto la amaba y durante cuanto tiempo había soñado con una compañera como ella. Sabía que no lo había hecho hasta entonces y por ello Anna le había hecho notar su poco compromiso con la relación en varias oportunidades. Poco antes de llegar al portal del edificio, cuando terminaba de dar los últimos pasos sobre el césped de la plaza, Marco vio como Anna se alejaba en el mismo taxi que unos minutos antes lo había sacado a él del húmedo ambiente del muelle y corrió desconsolado hasta su apartamento con la esperanza de encontrar indicios del pronto regreso de aquélla mujer que lo había rescatado de su solitaria existencia y, por primera vez, lo había hecho sentir parte de una familia. Al llegar, con una mezcla de sorpresa, desencanto y resignación, halló sobre la mesa de la cocina una nota escrita en una hoja descuidadamente arrancada de un viejo libro de Hermann Hesse. La carta, escrita de puño y letra por Anna, era una cruel despedida. Había sido redactada desde las entrañas, sin el mínimo cuidado en que no fuera a resultar hiriente. Más bien, todo lo contrario. Le reprochaba su lejanía, su carácter parco, sus largas caminatas nocturnas, sus incomprensibles e infinitas discusiones, sus hábitos de animal solitario y taciturno. Con la carta fuertemente apretada en su mano izquierda, intentando aprovechar la tenue y mortecina luz de una lámpara -último indicio de la presencia de Anna en ese lugar alguna vez-, se sentó en el borde de la cama, releyendo una y otra vez el manuscrito mientras bebía de la botella el malbec de la boutique. No llegaba a comprender lo que sentía. Siempre había sido un hombre independiente, sin apegos emocionales, sin preocupaciones por los demás y tampoco por sí mismo, casi un ermitaño. Algo así como un experto en vivir sin sentir. Quien no lo conociera podría pensar que nunca fue feliz antes de conocer a Anna, pero se equivocaría. Su estilo de vida nunca le había molestado, ni siquiera había llegado a impacientarlo. Sin embargo, al verse despojado del único sentimiento sincero que había provocado en otra persona, sabía que no podría soportar volver a aquella vida vacía de afectos, huérfana de cariño. No podría regresar cada noche a su apartamento habitado de sombras y nostalgia. En medio de la turbación se soñó a si mismo balanceándose en un columpio colgado sobre un profundo hoyo, cuya culminación podía imaginarse como un filoso piso de roca y, al estremecerse de miedo, se sintió un gallina. Resulta extraño, pero a pesar del carácter y el comportamiento habitual de Marco, nadie pudo pronosticar que tres días después de la partida de Anna, Deolinda entraría a la habitación empujando la puerta entreabierta y que, en vez de cambiar la ropa de cama como lo hubiera hecho habitualmente, encontraría a Marco tendido boca arriba sobre el lecho, con sus pies todavía apoyados en el suelo y que tendría que hacer un gran esfuerzo para diferenciar las manchas rojas del vino derramado sobre las sábanas, de los granates lamparones de sangre que resultaron consecuencia del certero disparo que Marco se había infligido con un viejo revólver, desgraciado souvenir de una noche de corridas por el puerto, donde lo ocultó entre sus ropas por pedido de un matón que escapaba de la policía después de haber provocado todo tipo de disturbios durante las votaciones para elegir el delegado gremial de los trabajadores portuarios. Deolinda, absorta ante lo que tenía a su vista, solo atino a pensar en lo peligroso que puede llegar a ser para un empedernido solitario encontrar el amor y en que la buena compañía puede ser un arma de doble filo en las manos equivocadas.

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