Blanca Navidad

Filed under: Relato - Segundo ejercicio — Indalo at 1:57 am on domingo, enero 3, 2010

Ciertos recuerdos entrañables permanecen grabados en el alma y nos visitan de vez en cuando. Unas veces los llamamos y otras nos llaman como si pretendieran refrescarnos las ideas acerca de nuestro origen o evitar que olvidemos el rastro que dejamos al pasar. Los recuerdos más lejanos nos llegan envueltos en la neblina que levanta el paso del tiempo; un neblina que a veces distorsiona las imágenes, como hacen los espejos de feria.

Al llegar el mes de diciembre, como todos los años, recibo mi regalo del pasado: los recuerdos de aquellas navidades que prosiguieron a mi décimo cumpleaños, las primeras que guarda mi memoria. Una sola foto queda de entonces, una sola prueba material de la tiranía del tiempo; y un único testigo, el hombre-niño que entonces tenía diez años: yo.

Era el día de Nochebuena y nos reunidos en casa para cenar y pasar la velada mis padres, mis abuelos, mis tíos y yo. Estábamos sentados a la mesa del viejo salón, con el calor y el olor del brasero, y bajo una lámpara de brazos de cristal que desprendía una luz tenue y amarillenta, una luz que no alcanzaba mucho más allá de la mesa y que proyectaba sobre las paredes unas sombras débiles e intrigantes. Hacía una noche muy fría y mamá me había colocado abundantes prendas de abrigo. El abuelo, siempre pendiente de mí, observó que tiritaba y me arrimó el brasero de carbón, que estaba bajo la mesa, y lo atizó varias veces. No tardé en sentir los pies calientes, y el confort se extendió al resto de mi cuerpo, que se fue liberando del frío y de los temblores.

Yo era un niño inclinado hacia el silencio y no solía participar en las conversaciones de los mayores, salvo cuando ellos lo requerían. Aquella noche hablaban más de lo habitual, alzaban las voces, comían, bebían y se reían. Yo me encontraba a gusto porque el ambiente era festivo y porque era un día importante, de esos que mamá y papá preparaban a conciencia y de esos que requerían estar bien vestido y aseado. No faltaba buen humor ni buena música ni buena comida ni buena bebida, tampoco faltó esa pizca de tolerancia, o de tacto, por parte de mis padres, para no reprocharme que me dejara parte de la comida, detalle que me hizo más feliz que las peladillas de la sobremesa. Por entonces yo comía muy poco, no tenía hambre ni soportaba la mayoría de comidas, por lo cual tenía que sufrir las presiones de mamá y las reprimendas de papá.

Como de costumbre, insistieron en que yo interviniera en sus coloquios; y para contentarlos lo hice en alguna ocasión, aportando comentarios y prestando atención; pero de inmediato regresé a mi silencio; un lugar en donde a menudo me encontraba a gusto, como ocurrió durante la cena de aquella Nochebuena. Papá y mamá nunca comprendieron mi predisposición hacia las pocas palabras y hacia la reflexión; estaban convencidos de que mi silencio era una señal de infelicidad, como si “el hablar” constituyera el barómetro de la felicidad.

A poco, la conversación absolvió a los mayores y se implicaron apasionadamente. El tono, cada vez más alto, formó un runrún continuo y confuso que sirvió de pretexto para que mi tendencia a la abstracción me aislara de los temas que trataban y me centrara en observar a los presentes y fijarme en los detalles circundantes.

Éramos siete personas en un rancio y desahogado salón en donde también se encontraba la cocina y la antigua chimenea, aquel día apagada por falta de leña y de carbón. Los muebles eran de madera oscura; las paredes, blancas y engalanadas con herramientas de labranza, objetos de esparto, recipientes de barro y viejos retratos de antepasados de la familia, algunos con marcos ovalados de madera; los techos, altos; y el suelo, ajedrezado con rústicas losas blancas y negras. Los mayores se colocaron a ambos lados de la larga mesa y enfrentados entre sí, mientras que yo ocupé un extremo, de manera que el otro extremo de la mesa quedaba desocupado y me permitía observar de frente el patio a través de una ventana. Todos estaban alegres y exultantes, con los rostros enrojecidos, y continuaban hablando y hablando. Se me ocurrió que la felicidad se alcanzaba con el crecimiento, con la edad, porque en aquel momento la alegría de los mayores me parecía envidiable. Y acaso tuve esa ocurrencia porque mi estado de ánimo de entonces estaba decaído, pues no solo me sentía infeliz con los continuos reproches que sufría a diario con la comida, sino también con que mi mejor amigo, Antonio, se había marchado a vivir a otro lugar, y mi mejor amiga, Anita, a quien consideraba como mi futura esposa, se había enamorado de otro. Sin embargo, aquella noche era mágica y lo sentí en aquel momento, quizá por el ambiente del salón, puede que por la felicidad de los demás, acaso porque estaba nevando, o tal vez porque esa noche nacía Jesús, y yo creía firmemente en ello.

Durante el resto de la cena, y mientras que los mayores continuaron hablando de sus cosas y divirtiéndose con ellas, yo me distraje contemplando la nevada a través de la ventana que daba al patio, que estaba iluminado y se veía muy bonito y pintoresco. La nieve, que había comenzado a caer débilmente por la tarde, era algo nuevo y misterioso que no solo me ilusionaba a mí, sino también a toda mi familia. Yaqui, mi gato, se situó a mi lado como de costumbre, y le di trozos de carne a escondidas.

La ventana que daba al patio, por la que contemplaba la nevada, no tardó en empañarse del vaho y del calor interior, y me impidió continuar con mi distracción.

La cena terminó tarde, y a continuación prosiguió la fiesta. Quitaron los platos, los cubiertos y el mantel y trajeron mantecados, polvorones, turrones, peladillas y licores. ? Los hombres fumaban y bebían aguardiente y coñac; las mujeres, licor 43 y palomas de anís. Me ofrecieron la zambomba y acompañé los villancicos que cantaba toda la familia. Pronto me animé, me entregué a la fiesta e intervine también en los cantes. No hubo descanso y proferimos todas las piezas de Navidad que conocíamos, y algunas que, sin conocerlas, tarareábamos. Yo alterné la zambomba con la pandereta, el abuelo acompasaba con el bastón y la abuela con las castañuelas. Llegó un momento en que la mayoría bailábamos al son de los cánticos. Papá y tío Rafael, mientras bailaban, hacían gracias e imitaciones burlescas con salero e ingenio y provocaban risas y carcajadas.

Avanzada la noche, llegó un momento en que mamá detuvo el jolgorio y propuso un descanso. Entonces las mujeres se fueron al baño a excepción de la abuela que no podía caminar. Lo que antes era frío se había convertido en calor, y el aire estaba cargado por el humo del brasero y del tabaco. Para ventilar el salón, el abuelo abrió la ventana que daba al patio, pero como mamá, que en ese momento regresaba, y la abuela se quejaron, de inmediato la cerró, mientras su cara mostraba un gesto de asombro que me intrigó. “Las mujeres siempre tan frioleras…” murmuraba el abuelo mientras que con un trapo desempañaba los cristales de la ventana del patio y decía “Ahora veréis”. Y entonces vimos el panorama del patio y nos asombramos de la gran cantidad de nieve que había caído. La pila y la escalera que subía al terrado estaban tapadas por la nieve, y seguía nevando abundantemente.

Nos levantamos de la mesa y nos acercamos a la ventana, atraídos por el espectáculo. “Qué caprichosa es la naturaleza” dijo el abuelo; “Y qué bonita”, añadió la abuela, a quien acerqué a la ventana en su silla de ruedas. La abuela y el abuelo se dieron la mano, y permanecieron mirándose fija y cariñosamente, en silencio. Los demás, pendientes de ellos, se unieron al silencio, como si aquello fuera algo importante, algo transcendental. La atmósfera se tensó y los rostros se endurecieron y se cargaron de dolor. Allí ocurría algo que yo no comprendía. Entretanto, la abuela soltó unas lágrimas, que nos compungieron a todos incluso a mí contagiado de aquella liturgia desconocida. No pregunté nada y seguí a los mayores, que instantes después retomaron la alegría.

El abuelo y la abuela, que apenas habían visto la nieve a lo largo de su vida, nunca habían contemplado una nevada tan copiosa y no ocultaban el placer que les producía, mientras que mis padres y mis tíos, aunque también deleitados, no tardaron en preocuparse por los problemas que podría acarrear el temporal. Yo no conocía la nieve hasta entonces y disfruté de ella y me sumé al gozo de mis abuelos.

Al terminar la fiesta, mis tíos no pudieron marcharse y tuvieron que pasar la noche en casa, y no solo la noche, sino que permanecieron allí durante una semana hasta que una comitiva forestal abrió los caminos.

Lo pasamos bien, incluso mis padres y mis tíos que, una vez aceptada la situación, pudieron disfrutar de una blanca Navidad.

Han transcurrido muchos años y se sigue celebrando la Nochebuena. Para unos, nace Jesús, es decir, nace la esperanza; para mí renacen los recuerdos de aquella infancia mágica, aquella ventana, aquella familia, aquel amor, aquellas últimas lágrimas de la abuela, lágrimas de muerte inminente. Todas las navidades añoro y añoraré aquella Navidad… Algo irrepetible, personal y sublime, algo que me enorgullece y me hincha el corazón, algo que, según me dicta la razón, y a pesar de la magia, no se repetirá.

Por eso cuando canto villancicos abro los ojos para no llorar, por eso busco la felicidad en otras ventanas, en otros momentos, en otras personas, en otros amores, por eso quisiera regalarle a mis hijos una gran Navidad, una Navidad inolvidable, infinita, por eso os pediría que cantarais conmigo:

Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad…

1 comentario »

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Comment por Alfonso

4 enero 2010 @ 6:22 pm

Realmente precioso. Logras trasmitir un marco sensible y a todos nos conduces a nuestras propias Navidades infantiles, aquellas que efectivamente son irrepetibles.
¡Feliz Navidad!

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