EL TIC TAC DEL RELOJ SOLAR

Filed under: Microrrelato: Segundo ejercicio — NADDIA at 10:33 pm on lunes, febrero 22, 2010

A pesar de haber estudiado una carrera de ciencias, se había decantado por una tesina histórica para su graduación y acudía a diario a los Archivos de la Catedral. Cada día, cuando atravesaba el claustro, se adentraba poco a poco en otro tiempo y pensaba que si Dios la había guiado hasta aquellos sagrados muros era porque algo la esperaba allí dentro. El reloj de sol no se equivocaba nunca aunque a veces no marcaba porque, el sol era escaso por aquellos parajes. Fue en aquel mismo claustro donde se enteró de que San Valentín había muerto. Qué raro, pensó, yo creía que todos los santos estaban ya muertos. Se preguntó cuál de los San Valentín del santoral se habría convertido en el santo del amor ¿sería porque era muy enamoradizo o porque nunca se había comido un rosco? Quizás lo segundo. Ella prefería al San Antonio de la Catedral con el que hablaba todos los días.

Una mañana cualquiera, una mujer a la que solía ver rezando le preguntó: ¿tienes pareja? Ella respondió que no. Pero tienes vocación de casada ¿verdad?, volvió a preguntar la mujer. La chica no supo qué responder… supuestamente sí… Sonrió. Aquel día entró temprano en el Archivo. Muntaner ordenaba carpetas según las indicaciones del archivero. Ella se agenció los legajos que llevaba varios meses transcribiendo y aquel muchacho la miró. En realidad, nunca se habían mirado. Ella sabía su apellido porque el archivero así se dirigía a él, pero en aquel extraño día en que San Valentín había muerto, ya no había motivo para la timidez. Cuando el archivero salió a hacer unos recados, Muntaner y ella se acercaron uno a otro como atraídos por una fuerza externa que los empujaba. Se besaron sobre los legajos del siglo XIX que versaban sobre un abad francés que había vivido en la Catedral, un monje nombrado Canónigo por Fernando VII y después perseguido por los satélites de Napoleón. Hicieron el amor en el suelo de madera oyendo crujir cada tablón y temiendo que el archivero apareciera en cualquier momento, pero no apareció y al orgasmo turbulento le siguió un atontamiento del que sólo salieron al oír pasos en el claustro. Se vistieron apresuradamente y volvieron a sus actividades. Al archivero le extrañó que Muntaner no hubiera terminado todavía el trabajo que le había encomendado, pues siempre le asombraba su presteza. Al día siguiente ella volvió al Archivo con el corazón bombardeándole la tráquea. Se preguntaba si sería capaz de intercambiar palabras con aquel chico silencioso, de averiguar su nombre y pronunciarlo mil veces, cincuenta mil, sin cansarse, si podría mirarlo a los ojos y si podría amarlo.

Muntaner no volvió al Archivo ni aquel día, ni al siguiente, ni ninguno más. Había desaparecido. Algún tiempo más tarde el archivero comentó que había vuelto a su ciudad de origen, que se le había acabado la beca aunque le había parecido raro que se fuera de forma tan repentina. Ella no se extrañó, el amor de un día tenía sus riesgos y sus miedos. Muntaner posiblemente había huido despavorido. Fue una pena, le hubiera gustado retenerlo a su lado por un tiempo, pero supuso que si San Valentín había muerto, no podía esperar nada diferente.

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