Mi primer diez

Filed under: Varios — poiesys at 3:03 pm on jueves, septiembre 19, 2013

Marzo de 1975. Argentina. En el aire se respiraba olor a pólvora, a sangre…a dolor.  Yo tenía apenas siete años de edad  y con todo el amor de un niño había comenzado mi primer grado. Siempre me gustó estudiar, amé hacerlo y nunca supe ni me interesó saber el  por qué. En mi interior algo me decía que ése era el único camino que me llevaría a un cielo creíble y sólo mío, sin intromisión de nada ni nadie, donde mis ideas serían mi realidad. Aún sigo buscando y peleando por ese horizonte porque sé que éste existe, que me espera y desafiante voy a su encuentro.

Durante mi niñez mis padres fueron ideológicamente como dos generales del ejército y quisieron hacer de mí, el mejor de los soldados rasos, obediente en todos los frentes. Mi vida tenía que tener la calificación de diez, desde hacer los mandados hasta las notas en la escuela, éstas debían ser las mejores. Era mi obligación ganar todas las batallas, pero no me enseñaron a pelear por mis sueños y aún hoy, después de tantos años, para ellos mis ideales no existen, no sirven, no satisfacen las necesidades de nadie. Tuve que aprender a defender mis quimeras  contra vientos y mareas, a capa y a espada porque sí existía “un nadie”, el ser más importante, yo.

A la semana de haber comenzado primer grado, la maestra nos había dado a repasar una lectura, recuerdo textualmente lo que ésta decía, como también la paliza que recibí de parte de mi madre y de mi padre por no reconocer algunas letras. Fue una noche que jamás olvidaré. Sólo tenía unos pocos años. Hubieron tantos  golpes físicos y psicológicos  recibidos que pensé que me moriría. Recuerdo que quedé tendida en el suelo, sin saber dónde me encontraba. Sus palabras sí las recuerdo: “¡Ésta no va a aprender nunca, es una burra!”

Por entonces, en las revistas que vendían los kioscos de turno aparecían los cadáveres de los militares y revoltosos muertos, torturados y acribillados. En aquel momento, creí que me pasaría lo mismo. Fue mi primer encuentro cercano con el dolor, la tortura, el odio, la maldición y a esa corta edad pensé: “¿dónde estás, Dios?”

Muy pronto aprendí a leer perfectamente, no por miedo a nuevos golpes, sino para empezar a conocer la vida y a defenderme, ésa fue mi meta. Ningún libro, ninguna revista, ningún folleto, ningún diario escapaban a mis ojos casi inocentes y a mi mente. Leí todo y sobre todo y sé que a mis siete años empecé a sacar conclusiones propias de lo que pasaba en mi pueblo, en la provincia, en el país.

En aquel tiempo, en la esquina de mi casa vivía un matrimonio mayor. Sus nietos venían a pasar las vacaciones de verano con ellos y con mi hermano jugábamos todos juntos durante las largas siestas estivales con estos niños. Durante las noches, mate o cerveza de por medio, sus padres y los míos conversaban sobre política mientras nosotros contábamos las estrellas. Y en esos años había mucho por hablar de política, aunque estaba prohibido.

El papá de mis amiguitos, un gran profesor universitario, era ideológicamente de izquierda y mi padre, un militar reprimido, aunque mi madre era más milico que él.  Una noche de verano, mientras nosotros jugábamos a las escondidas, el papá de nuestros amigos les hizo cantar una canción muy pegadiza a sus hijos. La única frase que recuerdo era: “¡Qué viva el Socialismo!”. Llamó mucho mi atención que sus hijos junto con él cantaran felices y me uní a ellos, me gustó mucho esta primera experiencia con el canto. De pronto, observé la cara de mi padre, estaba pálido casi demacrado, y creí que lo que repetía cantando era una mala palabra, pero no dejé de cantar. Mi progenitor en ese momento no dijo nada, pero cuando se fue esta familia de mi casa, pensé que era el fin del mundo. Se puso mal, decía que no lo podía creer, que nunca había pensado que un subversivo hubiera ido a su casa a tratar de cambiarnos de ideología. Pregunto ahora como entonces para mis adentros: “¿Qué ideología?” Y obviamente, nos prohibió volver a estar con esos chicos y así lo hicimos mientras él rondaba la casa, cuando se iba, nosotros volvíamos a estar juntos.

El verano se terminó llevándose las mejores vacaciones y mi inocencia ciudadana. Los chicos volvieron con sus padres a su ciudad, yo me quedé con los míos en mi pueblo, en silencio  hablando conmigo misma. Soñando sólo para mí.

Golpeó los árboles el otoño. Ya estaba en segundo grado, seguía obteniendo las mejores calificaciones, de esa manera callaba  a los adultos mientras mi alma gritaba: “¡Libertad, Libertad!”

Cuando entró a nuestro pueblo el invierno, trayendo tristezas y olor a frío y a hielo, una noticia leí en el diario. Recuerdo que estaba mi madre a mi lado y mi padre entraba a casa acercando un poco más de hielo. Me hicieron leer nuevamente la noticia. Era apenas un epígrafe: “El señor Daniel R. ha desaparecido también, al igual que su hermano Iván. Lo vieron por última vez en la Terminal de ómnibus de Córdoba, estaba esperando el colectivo que lo llevaría a dar clases a la Universidad de Ciencias Económicas de la ciudad de San Luis. Todos sus familiares aún continúan buscándolo”. Dentro del grupo de familiares estaban mis amiguitos. Mis padres se quedaron secos, enmudecidos, paralizados y tristes. Pensé que mi papá iba a decir: “Algo habrá hecho…”, pero no, no abrió la boca. No dijo nada, no dijimos nada. Eso era todo. Eso fue todo…

Jamás volví  a ver a su familia, obedecí a la mía. Jamás supe de él, pero siempre lo recuerdo con esa vitalidad y esa fortaleza que creo que me transmitió.

Tal vez hoy comparta su ideología, tal vez, no, pero de lo que sí estoy segura es que este hombre, el papá de mis amigos me enseñó algo de lo que nunca me voy a arrepentir. Con él aprendí que hay que dar hasta la sangre por un sueño, por un deseo, por una ideología, errada o no, pero por lo que uno cree de verdad…por las utopías, porque ellas aún existen…y éste sí, a mis ocho años, fue mi primer 10.

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