Sólo palabras.
La primera vez que la vi no podía creerlo, hablaba de luz, de especulares reflejos, de volar, de eternidad. Habló, obviamente, del desafío que suponía su existencia para la razón y la cordura. Habló del silencio. Estaba seguro y como el tiempo demostraría, yo tenía razón. Sólo podía ser una cosa. Una vampiresa.
Su piel era firme, carente de arrugas y muy blanca, era como ver un folio moldeado con la más preciosa forma imaginable. Los intrincados bucles azabache de su cabello le daban un majestuoso contraste y resaltaban de forma misteriosa aquellos ojos de color indeterminado. No os equivoquéis, no es que aquellos ojos no tuviesen color, nada más lejos de la realidad, simplemente al mirarlos fijamente te transportaban a ignotos lugares de ensueño, a inexistentes mundos o a terribles infiernos, era por tanto imposible adivinar si eran de un color en concreto, de todos o de ninguno.
Me costó mucho entenderlo. Aquella primera vez que la conocí me daba por muerto. Había descubierto una criatura de los tiempos antiguos y ella de seguro no iba a permitir que me fuera tan felizmente. Error. Como sucede con las cosas queno son ni están, muchos rumores son poco acertados. Ella no comía sangre. Comía palabras.
Cada libro al que clavaba sus afilados colmillos quedaba blanco como su piel y no era otra cosa que la tinta lo que daba el color a su pelo, cuanto más hablaba más canas le salían, de ahí el porqué de su parquedad de palabras. Cada palabra que oía se guardaba en alguna parte de su perfecto cuerpo, preparada para ser consumida. Eso sí, siempre mantenía una reserva, en ella guardaba las palabras más bellas y nunca se alimentaba con ellas, residían allí esperando ser pronunciadas, y así, cada sutil frase que asomaba a sus labios era más poema que frase.
Esta era una raza que desde aquel día deseo que se extienda. ¡Muérdeme!