Infidelidad
Primer ejercicio de creatividad
Infidelidad
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Amanda encendió la lámpara de la mesita, anteponiendo su libro de cabecera intentando desviar la luminosidad. Varias décadas al lado de su? esposo le permitían aseverar que los recaudos estaban de más; no obstante, prefirió asegurarse.
Bajó las escaleras casi sin respirar. Los pies descalzos rozaban las maderas entibiadas por los leños que ardían ilimitadamente, como cada invierno, en la sala de estar.Cruzó con sigilo el recibidor y entró a la biblioteca. La noche era fría y la luna llena emitía un resplandor que, a través de las ventanas señoriales, generaba un ambiente propicio para su cometido. Tras los vidrios empañados divisó el columpio, balanceándose apenas con la brisa nocturna; al pensar en sus hijas experimentó un incipiente sentimiento de culpa que no tardó en? desechar.
Se sentó frente al escritorio, intentando hacerse un espacio libre entre la maraña de papeles con fórmulas indescifrables y bosquejos de conferencias sin concluir.Su esposo no era un experto en el arte de mantener el orden; no obstante, el suyo era realmente un desorden ordenado. Sabía que al día siguiente, el menor cambio en la disposición de los objetos sería su ruina.Enunciados inconclusos y prólogos de disertaciones se entremezclaban con boletas de candidatos a integrar el Círculo de Físicos, a conformarse luego de las votaciones del domingo.
Un trozo de roca volcánica del Etna? servía de pisapapeles. Y la gallina, esa horrible gallina de cerámica esmaltada que su suegra había traído como souvenir de algún viaje por el mundo; estática sobre la base parecía observar cada movimiento, convirtiéndose para ella en un espía inesperado.Su visión corrompida no contribuía, en ese trance, a lograr el objetivo. A pesar de ello, tomó una hoja en blanco y el bolígrafo del portalápices.
– Mi apreciado Jaime….– escribió.
El término apreciado ? no la conformaba. Estaba resuelta a confesar su más íntimo sentir, pero manteniendo? el recato y la autoestima.
-¡Mamá! ¿Qué haces?
La voz la sobresaltó de tal modo que le costó dominar las pulsaciones y el sonrojo. Tomó a su pequeña hija en brazos, no sin antes recoger la hoja y ordenar el resto. Subió los peldaños lentamente, la larga melena? sirviendo de cobijo a las manos pequeñitas.
Volvió al lecho compartido, con la taquicardia controlada y el ideal de familia mantenido.
Mañana sería otro día.