Olivia, la bibliotecaria
Olivia era feliz trabajando en la biblioteca pública. Amaba los libros, observarlos, tocarlos, olerlos y… leerlos; ejercer de bibliotecaria colmaba sus aspiraciones.
Desde pequeña pasaba horas en los columpios, sola y abstraída. Era callada y tendía a embelesarse con sus pensamientos e instalarse en sus fantasías. Su familia le recriminaba esa actitud, sus profesores la castigaban y sus amigos se burlaban. Cuando se asomó a la pubertad, descubrió que era fea, más fea que las demás, y que no gustaba a los chicos. Sus primeros e inmaculados amores fueron quebrándose uno a uno, la desanimaron, la angustiaron y propiciaron que desarrollara rechazo hacía el sexo, hacia sí misma, hacia los demás, y hacia la propia vida: deseaba morir. Sin embargo, la lámpara de la vida le iluminó el camino, y encontró un atajo balsámico: la soledad. Se instaló en ella y se fabricó un mundo íntimo sin nadie que la analizara ni le exigiera ni le reprochara su fealdad ni la marginara, un mundo diseñado a medida de sus ilusiones y de sus necesidades, un mundo inspirado en los libros.
Comenzó relacionándose con Verne, Dumas, Stevenson. Después intimidó con Goethe, Espronceda, Flaubert, Larra, Lorca… Se consideraba privilegiada por granjear amistades tan ilustres y expertas, incluso en el ardor de sus conversaciones llegó a recriminar a Goethe que fuera tan injusto con Werther, y a Wilde, su tormentosa relación con “Bosie”.
Se convirtió en una bibliotecaria exigente y rígida como una roca. No consentía que se perturbara el silencio lo más mínimo, ni que se hiciera ruido al extraer o depositar los libros, ni que se devolvieran descuidados, ni que se doblaran sus hojas ni ? que simplemente se abrieran sin delicadeza. En realidad, le molestaban los visitantes porque le impedían gozar plenamente de su relación con los libros.
Poco a poco, Olivia consiguió que la dejaran en paz y los vecinos dejaron de visitar la biblioteca. Entonces se dedicó a vivir una vida plena con sus amigos los escritores.
Pasaron los días y nadie reponía libros ni limpiaba las dependencias. Olivia telefoneó al alcalde. Éste le contestó que la soledad que había elegido era absoluta, de primer grado, y que conllevaba hacerse cargo de las labores de limpieza y mantenimiento.
– Pero sola no puedo.
– Usted ha elegido la soledad absoluta.
– ¿Y mi sueldo? Este mes no he cobrado.
– La soledad absoluta no conlleva retribución. Eso crearía dependencia de los demás y usted no lo desea, ¿cierto?
– Sí, pero…
?
Circunspecta, caminó entre las estanterías. Observó un librito descolocado que correspondía a las votaciones de los premios Nébula. Lo colocó y se detuvo ante la casa de Lorca: estantería 4B12 y aprovechó para recolocar “El cuento de la gallina”, que sobresalía.
– Abusas de la soledad –afirmó Federico.
– Pero si ahora tengo lo que he deseado durante toda mi vida.
– Estamos tristes.
– ¿Por qué?
– Necesitamos a los demás para que nos lean: ese es nuestro cometido; si no, desapareceremos.
– ¡Os leo yo!
– Pero estamos diseñados para que nos lean los vivos…
– ¡Qué dices! ¡Repítelo!