Sangre en la nieve
Nevó durante toda la tarde. Por fin paró un poco y salí a la calle. Pero no había forma de caminar sin dejar huellas. Me encontrarías. Entonces llegó ella, con su flamante coche rojo y oliendo a puta barata. Entró en tu casa por la puerta principal y yo aproveché las rodadas de su coche para alejarme. Puse cuidado en tapar la nariz con un pañuelo para que no cayeran las gotas de sangre sobre la nieve. Pero no me di cuenta entonces que mis pisadas furtivas aparecían claramente impresas sobre las huellas de sus neumáticos. Mi suerte estaba echada, y yo ni siquiera lo sabía.
Maldita sea la hora en que te conocí. ¡Quién me manda a mí meterme en semejante berenjenal! Y todo por mis buenos sentimientos. Estabas tan apagado, tan mortecino, te vi tan indefenso… No pude resistirme, la verdad. Siempre me han gustado los perros, especialmente los perros apaleados, abandonados, con aspecto lastimero. Eras un precioso perrito joven, no ya un cachorro pero aún lejos de ser un adulto. Era fácil ver que te habías perdido. Allí estabas, pegado a la carretera, hipando y goteando sangre, lamiendo tus heridas.
Detuve el coche. Me acerqué a ti con cuidado. Gruñiste un poco, pero te dejaste tocar. Tenías un fractura fea. Te dejaste llevar en brazos. Era evidente que ya habías estado en un coche, porque no extrañaste nada durante el viaje, no protestaste.
La veterinaria se portó muy bien. No quiso cobrarme. Pasó su lector de tarjetas magnéticas por tu oreja derecha y la técnica, bendito invento, nos reveló todos tus secretos: nombre y dirección, edad, datos de contacto del dueño.
Yo me hubiera quedado contigo con mucho gusto, pero la veterinaria insistió: «Déjeme averiguar primero si se trata de un caso de maltrato o si simplemente se ha perdido y no fue culpa de sus dueños.»
Fue blando y cedí. Debía haber insistido, haber sido más firme.
Al día siguiente, llamé a la veterinaria desde la oficina. En cierto modo, deseaba que tus dueños le hubieran causado mala impresión, así hubiera tenido alguna posibilidad que adoptarte. Pero ella estuvo tajante: «Mi hermana la conoce, es buena gente, no puede haber sido maltrato. Si quiere adoptar a algún perro, le indicaré dónde acudir. Siempre los hay, no se preocupe, tendrá candidatos entre los que elegir.»
Pero a mí no me interesaba un desconocido, era a ti a quien yo había rescatado del borde nevado de aquella carretera sangrienta. Le di palique y conversación, conseguí así saber más y acabó revelándome la dirección que tu tarjeta magnética llevaba inscrita. Ella me dijo que no, no había ningún inconveniente en que yo pasara a visitarte en tu casa, seguramente la dueña estaría encantada de poder agradecerme el haberte salvado.
Aquella misma tarde salí de la oficina más pronto que de costumbre y aparqué frente a un hermoso chalet. Gente de dinero, no cabía duda. Nada que ver con el pisito exiguo donde yo pasaba mis noches. La mansión era tan amplia que el garaje era un edificio separado de la casa por una hermosa extensión de césped. Incluso en invierno, lucía brillante y frondoso.
Aquí serías seguramente muy feliz. No te faltaría de nada: comida, espacio, extensiones de verde para correr.
Llamé al timbre y sonaron dos hermosos tonos de campana, elegantes, distinguidos. Una mujer regordeta me abrió. Llevaba un delantal con encaje planchado. Dios mío, ¡solo le faltaba la cofia para ser la viva caricatura de una ama de llaves de postín!
Me indicó una salita para esperar. Me senté en una silla que juraría que era de época, pero la verdad, no tengo ni idea de qué época. Eso sí, seguramente era una época en que mis antepasados se dejarían la piel trabajando mientras los antepasados de tu ama vivían a costa de la sangre, el sudor y las lágrimas de los míos, qué duda cabe.
Daba igual, para mí esa era tu casa, y tu ama eran tan solo tu invitada.
Y entró ella, alta, rubia, desenvuelta. Casi me olvidé de ti. Me besó, estuvo a punto de llorar de emoción. Intentó darme una gratificación en dinero, pero me negué. Tengo mi sentido del honor, qué diablos. Le expliqué que simplemente estaba preocupado por el perro. Me ofreció algo de beber. Acepté un Jerez, sin duda lo más refinado que haya bebido jamás. Me fui animando con la charla y sin saber cómo, prometí volver al sábado siguiente.
Así empezamos a salir juntos, un tremendo error, ahora me doy cuenta. Éramos de mundos distintos y como solía decir mi abuela, jamás te mezcles con los que no son de tu clase. Solo te traerán problemas.
Yo pensé, iluso de mí, que eso eran tonterías de vieja, cosas del pasado. Al principio todo fue bien. Estaba ilusionado. Descubrí con ella mundos nuevos. Sus amigos eran de pronto mis amigos. Íbamos a estupendas fiestas donde nunca faltaba de nada. Adopté sus gustos. Me encantaba perderme a mi mismo, descubrirme una nueva identidad de joven glamuroso. Aprendí a esquiar, a montar a caballo. ? Acudimos a exposiciones, inauguraciones, conciertos. La cabeza me daba vueltas, pero parecía que por fin, mi vida dejaba de ser gris.
Debí recelar cuando muy al principio, en aquella primera entrevista, ella me explicó cómo te habías extraviado. Pero no quise ver su egoísmo, su falta de cuidados contigo. Estaba deslumbrado: ¡aquella diosa se interesaba por mí! En realidad, sí había sido culpa de ella. Nunca debió dejarte solo, al menos sin atarte siquiera, en aquel lugar extraño. Debió haber previsto que podrías asustarte por algo inesperado, como aquel camión. Debía haber sido más precavida contigo.
Ella se aburría rápidamente de una actividad, así que pronto no le bastó con el esquí y la equitación. Quiso probar deportes de riesgo y así, por su vana frivolidad y mi estúpida sumisión, he acabado hoy probando el «puenting» y rompiéndome la nariz en aquel parapeto de cemento. Maldita desgraciada extravagante… Qué poco le importamos tú y yo.
Ni siquiera he tenido el valor de decirle a la cara que lo nuestro se acabó. Seguramente ya habrá leído la nota de adiós que he deslizado con todo sigilo bajo la puerta de entrada. Estoy casi seguro que ni tú ni su mucama os habéis dado cuenta de mis movimientos silenciosos… La verdad, no tengo el valor de enfrentarme a ella, de darle explicaciones. Espero que no salga corriendo a buscarme ahora. Intentaré olvidaros a los dos, a ti y a ella, aunque me costará olvidar tu mirada confiada y tu bondad.
(fin del 2º ejercicio de creatividad)