Aurora
Nevó durante toda la tarde. Por fin paró un poco y salí a la calle. Pero no había forma de caminar sin dejar huellas. Me encontrarías. Entonces llegó ella, con su flamante coche rojo y oliendo a puta barata. Entró en tu casa por la puerta principal y yo aproveché las rodadas de su coche para alejarme. Puse cuidado en tapar la nariz con un pañuelo para que no cayeran las gotas de sangre sobre la nieve.
Era esta la oportunidad para desaparecer. Ya no miraría atrás. Ya no más llantos. Estas eran mis últimas lágrimas con tu nombre y mi sangre. Caminando con dificultad por la nieve, encorvada para hacerle frente al viento, fui acortando la distancia que me separaba de mi libertad.
Cada paso, me alejaba de ti. Cada metro que con esfuerzo andaba, representaba en mi interior un verdadero logro.
Fueron muchos años soportando en silencio; callando ante los amigos y ante la familia. Mi familia no debía saberlo nunca. No tendría el valor de reconocer ante mi madre, que siempre tuvo razón cuando me advertía y pedía que no tomara la decisión de irme contigo al extranjero, que lo pensara un poco más. Que dejara pasar algún tiempo, que te conociera mejor.
“No le tengo confianza”, me decía. ? “No me preguntes porqué, pero siento que no es buena persona”. ? Mamá y sus “corazonadas”.
Debo ser sincera, nunca se equivocó cuando al momento de conocer a alguien decía: “No sirve”. Así, tajante y sin vueltas. Y tarde o temprano lo podíamos comprobar. De una manera u otra, aquella persona dejaba ver sus malas intenciones o su calidad de mala persona.
Por supuesto, en este caso, tampoco se equivocó.
Por no haber querido oír sus consejos y advertencias, hoy estoy herida. Temo mirar de frente a la gente, siento que todos adivinan mi secreto. No puedo mirar a ningún otro hombre. En mi mente surge invariablemente la imagen de esas manos, agresivas, pesadas, siempre prontas a descargar un golpe. Odio hasta el perfume que usas.
Todos tus movimientos, que en mi primer momento de enamorada, me encantaban y adoraba, se transformaron en temor, a partir del primer golpe, aquella noche de vacaciones, en esa casita adorable que tenían tus padres en el campo.
Una hermosa noche, a fines de otoño. Era la primera vez que encendíamos la chimenea. Hermoso. Romántico. Yo adoraba estar entre tus brazos, sobre la alfombra, frente al fuego.
Sin saber cómo, y seguramente por una puerilidad, discutimos. Yo tenía razón y no estaba dispuesta a reconocer lo contrario (quizás uno de mis mayores defectos), lo que me costó caro.
Enardecido, desconocido totalmente para mí, descargaste un puñetazo sobre mi rostro.
Sin poder entender lo que había sucedido, loca de dolor físico y moral, sentí que me moría.
No morí. Pero algo murió para siempre en mí. Nunca más pude sentir nada cuando tus manos me tocaban. Nunca más sentí nada cuando accedía a tu requerimiento sexual.
Muchas veces, cansada, sintiéndome un elemento de uso, trataba de imaginar algo hermoso, para al menos, poder tolerar tu contacto, para evitar los golpes, imaginaba que estaba en brazos de un hombre adorable y hermoso. Tu perfume que me era odioso, impedía que pudiera evadirme mentalmente. Imposible imaginar otro hombre haciéndome el amor. Imposible sentir este acto como algo hermoso y amoroso. Ya no. Se había transformado en algo asqueroso, doloroso, humillante. Debía callar y morder la almohada tantas veces, ahogando mi llanto mientras dormías lejano y tranquilo.
Ahí te quedas. Cuando tu amiga del auto rojo y el perfume de mal gusto, se vaya, me buscarás.
Será tarde. No me busques. No llames a mis padres. Ellos no saben dónde voy.
Hasta nunca. Aurora.