Apariciones
Al igual que un escritor español del que ya no recuerdo el nombre, nunca creí haber confundido realidad con ficción; esto, hasta que Roberto apareció en mis sueños. Fue extraño; uno, porque hacía mucho que no leía o releía alguna de sus novelas, de modo que no lo tenía tan cercano en mis recuerdos como en épocas anteriores; y dos, por lo inusual que es soñar para mí, y más aún hacerlo con hombres-personajes que están lejos de ser unos desconocidos.
En el primer sueño (o aparición Roberto) me abrazó; en el segundo me dio la mano y en el tercero (que realmente fueron tres sueños en uno), también terminó dándome la mano y un apretón. Lo cierto es que las apariciones de Roberto contribuyeron a darle una pincelada de misterio y vivacidad a mis días de encierro en aquella ciudad en la que por ese entonces vivía.
Antes de seguir, quiero expresar algo que supongo importante: las tres apariciones de Roberto fueron graduales, en cuanto al tiempo que pasó conmigo y al interés que demostró en mí. Me pregunto ahora, si volviese a aparecer, ¿debo suponer que esta línea gradual y progresiva se hará cada vez más larga y compleja, en cuanto al tiempo que pasará junto a mí y al interés que demostrará en mi persona? No lo sé; aún así, me gustaría creer que así será, que vendrán más sueños y que éstos se harán cada vez más extensos y que llegaré a ser algo así como un paciente o pariente cercano que podrá extraer y comprender cosas cada vez más complejas y recónditas concernientes a su vida y a su persona.
La primera aparición, debo decir, fue bastante corta (ahora me pregunto si fue corta porque simplemente el sueño fue así, o porque yo me he olvidado de gran parte de éste), aunque no menos importante. Era un día lluvioso y me encontraba entre un tumulto de gente despidiendo a Roberto. No sé porqué, pero lo estábamos despidiendo. Estábamos en un puerto y había un barco de color negro y rojo anclado haciendo sonar sus bocinas. Él trataba de hablar con todos y yo nada más miraba. Después de un rato, una mujer joven le dijo algo al oído y él al instante empezó a hacer señas con una de sus manos, despidiéndose. Al ver ese gesto, rápidamente avancé entre la multitud, me acerqué lo más que pude y le dije chao, chao Roberto, levantando mi mano como la mayoría. Pero para mi sorpresa, él caminó rápidamente hacia mí y me abrazó. Mientras lo hacía me dijo algo que no entendí o no alcancé a escuchar. Al terminar de decírmelo, desperté. Ese día, detrás de desayunar y pensar una y otra vez en lo que había soñado, me sugerí varias hipótesis de lo que Roberto pudo haberme dicho. La verdad es que fueron dos. La primera fue: oye chico, no te desanimes, las cosas no son fáciles. Y la segunda: quiero leer lo que escribes, házmelo llegar. Al final lo dejé. Era ridículo seguir suponiendo algo que sabía muy bien no había entendido o quizá ni siquiera había sido dicho. Supuse que fue preferible no haberlo entendido o escuchado, así tendría un pensamiento menos, un pensamiento menos en que preocuparme respecto al sueño.
La mayor parte de ese día pasé dándole vueltas al asunto. En la tarde, cuando venía de vuelta de comprar pan y cigarros, me encontré con un amigo que mataba el tiempo escuchando música en su auto. Me llamó y nos pusimos a conversar. En cuando pude le conté lo del sueño. Éste sorprendido me dijo: “es raro, ninguna de las personas que conozco ha soñado con alguien famoso. Quizá sea un llamado de alerta, algo así como un anuncio”.
Si soy sincero, no le tomé demasiada importancia a lo que dijo hasta que tiempo después Roberto volvió a aparecer, más claramente y sin el apuro de zarpar hacía lugares desconocidos. Este sueño fue más extenso. Yo iba caminando hacia mi casa, mi antigua casa (la casa verde con el patio grande), que fue la primera casa a la que llegamos cuando nos trasladamos al sur con mi familia. Yo caminaba lento, mirando la acera, fijándome en unas grietas que cubrían una extensión de varios metros. En el sueño sabía que un camión había pasado encima de la acera (seguramente por haber tenido que dejar leña en alguna de las casas aledañas), dañando el pavimento y produciendo las grietas que llamaron mi atención. Mientras toda mi concentración estaba puesta en esas llamativas hendiduras y desniveles, recordé que en la casa que estaba enfrente de donde iba pasando, vivía Roberto. Me detuve y pensé un instante si sería capaz de cruzar la calle, abrir el cerco, tocar la puerta, esperar e intentar hablar con él. Lo pensé un poco y crucé. Al instante estaba esperando a que alguien acudiera a mi llamado. Segundos más tarde estaba Roberto en la puerta, con sus lentes y un cigarro en la mano preguntándome a quién buscaba. “A ti”, le dije. “Qué necesitas”, me preguntó, “hablar contigo”, le contesté. Me dijo: “bien pasa, cierra la puerta” y en seguida partió casi corriendo a la cocina. Desde allá me gritó “ven, ven, acá estoy”. Estaba haciendo huevos revueltos y escuchando una música extraña que yo no conocía ni conozco. “Casi se queman estas huevadas me dijo”, yo le di una sonrisa, no supe que decir. Con una mano revolvía los huevos y con la otra sostenía su cigarro que ya iba a la mitad. “A qué has venido”, preguntó. En el sueño noté que mi voz se quebraba pero pude contestar casi enseguida: “he estado escribiendo algunas cosas, y me gustaría que las leyeras, que me des algún consejo, lo que piensas, no sé”. “Yo no doy consejos muchacho, no soy el más indicado”, respondió rascándose la cabeza y continuó: “pero sí puedo darte una opinión de lo que me muestres”. Por un instante quedé paralizado, porque por lo primero que dijo tuve la idea de que Roberto me mandaría a freír monos al África debido a mi petición. Pero como es obvio, no fue así. En ese momento a lo único que atiné fue a decir “bueno”, y confirmar con un movimiento de cabeza. “Qué lees” me preguntó, a “Hamsun, a Ribeyro, a Lihn”, le contesté. “Buen comienzo” me dijo, poniendo los huevos en un plato hondo y echándoles sal. “Oye chico, ¿Qué te parece si nos juntamos más tarde para hablar con calma?” Me preguntó en un tono nada despreocupado en tanto se sentaba en una silla que estaba próxima a desarmarse. “Si, me parece bien”, le dije. “¿A las 6 de la tarde puedes?” “Sí, si puedo, estoy desocupado a esa hora”, dije. “Bien, nos vemos a las 6 entonces porque como entenderás tengo un hambre feroz y no soy bueno para hablar cuando como”, continuó. “Sí”, respondí entusiasmado. En seguida de hundir la colilla del cigarro en un cenicero que estaba en la mesa, salió conmigo a la puerta, me tendió la mano y me dijo: “nos vemos en la tarde chico”, “nos vemos” dije yo, y salí, más que emocionado, acelerado. En seguida de haber corroborado que Roberto había entrado, empecé a correr en dirección a mi casa, a contarle a mi mamá y abuela lo de mi cita con Roberto en la tarde. En tanto corría con una gran sonrisa en los labios, desperté. Después de darme algunas vueltas en la cama maldije el haberlo hecho. Sentí deseos de llorar, de romper cosas, hasta de tirarme el pelo por haberme enterado de que todo había simplemente pasado en un lugar lejano y oscuro de mi cabeza. Inevitablemente pensé una vez más en mi amigo que me decía: “es raro, quizá sea un llamado de alerta o un anuncio”.
Por más que pensé en Roberto esos días, en ningún momento se me ocurrió leer alguna de sus novelas que aún no leía, o releer las que sí había leído, o simplemente, ver alguno de los documentales sobre él que andan dando vuelta en sitios de Internet. Todo eso, leer, releer, y mirar, lo hice después con ganas y desesperación, cuando se apareció por tercera vez. En este sueño, yo acababa de llegar a mi casa (a la casa verde con el patio grande), y me enteraba sorpresivamente, por una de mis hermanas, que Roberto era el nuevo pensionista que mi mamá había recibido. Ahora pienso que este sueño se vuelve bastante anecdótico porque nunca mi familia ha recibido pensionistas debido a que la casa era pequeña y arrendada. Sin embargo entiendo que de eso se tratan los sueños, de proporcionar inconexas e irreales imágenes que al despertar se convertirán en meros recuerdos un tanto desfigurados. El asunto es que cuando yo estaba entrando en la cocina a prepararme algo para cenar, apareció Roberto saludándome amablemente. Mi sorpresa fue tal que no respondí a su saludo. Recuerdo que de inmediato iba a partir a buscar a mi madre para preguntarle qué estaba pasando, qué hacía ese escritor casi-maldito en mi casa. Pero cuando me disponía a cruzar la puerta y salir a alguna de las otras piezas a buscarla, Roberto me preguntó dónde estaban los fósforos. Desconcertado le indiqué que se encontraban encima de un mueble. Decidí quedarme en la entrada de la puerta y no ir a buscar a nadie. Inmediatamente le pregunté con algo de nerviosismo qué hacía en mi casa. “Soy el nuevo pensionista”, respondió. Sólo lo miré y me quedé en silencio. Por inercia me senté en una de las sillas que estaba al lado de la estufa a esperar a que hirviera el agua de la tetera que Roberto acababa de poner a calentar. Él se sentó en una de las sillas que estaba al lado de la mesa y me preguntó cómo me llamaba, le dije mi nombre y el me dijo el suyo. “Ya lo sé”, le dije. “Cómo lo sabes”, respondió. “He leído algunos de tus libros”, le contesté. Recuerdo que Roberto se estaba parando para apagar el gas cuando el escenario cambió de un golpe y aparecimos caminando por una calle solitaria, en una noche lluviosa pero cálida. “Voy a presentarte a un amigo”, me dijo. “Quién es”, le pregunté curioso. “Mario, se llama Mario”, respondió al momento que encendía un cigarro. Después de haber encendido el cigarro y haberse puesto la mano izquierda en el bolsillo del pantalón, me preguntó si tenía algo de dinero para comprar vino. Yo le dije que no mucho y acoté que tenía entendido que ya no bebía por sus problemas estomacales. Me respondió: “si, efectivamente, pero no es tan grave. El doctor me sugirió que no lo hiciera a menudo nada más”. Al decir a menudo levantó la mano en la que llevaba el cigarro e hizo señas unas cuantas veces con la cara sonriente. Al final gritó: “Mario, Mario, por fin llegamos”. Mario, estaba sentado en un banco de una gran plaza, llena de árboles y gente. Nos saludamos, Roberto me presentó al tal Mario, pero este me saludó indiferente. Tenía en sus manos un libro que se llamaba Pensar/Clasificar. No recuerdo el autor, pero si recuerdo que Mario, antes que Roberto pudiera decirle alguna palabra, le dijo que el autor, mostrándole el libro y una página determinada, se parecía a Stockhausen, en cuanto a que él (el autor), aseguraba que jamás había repetido una formula o un sistema para escribir sus libros. “Stockhausen siempre componía de formas distintas, nunca se aferró a una forma en particular, ¿te das cuenta?” Le dijo enfático. Roberto asintió con la cabeza, pero reconoció que no conocía al tal Stockhausen. “Algo parecido pasa contigo y con uno de tus libros”, le dijo Mario, “con cual”, dijo Roberto, Nocturno de Chile. “Al no ponerle puntos aparte creas mucha tensión, disonancia si lo quieres llamar de un modo musical, ¡no resuelves nunca huevón!” (Roberto se rió), “entonces tu libro se vuele tenso y se parece a Wagner ¡tú y tu libro se parecen a Wagner!” “¿a quién?” dijo Roberto, “a Wagner huevón, al compositor Alemán”. La cara de Mario se arrugó tanto al decir esto último que Roberto le dijo con humor: “envejeciste algo de 10 años en un abrir y cerrar de ojos, hermano”. Mario se rió y terminó diciéndole vámonos de aquí. En tanto andábamos, poco a poco yo me fui quedando atrás, teniendo que apurar mis pasos. Ellos dos se fueron conversando todo el camino, sólo los dos, como si yo no existiera. En el sueño me sentía incómodo pero entendí que debía aceptar la forma de ser de Roberto y su amigo, que en el sueño no reconocí. Seguíamos caminando cuando la escena volvió a cambiar y aparecí solo con Roberto en un puente, en el puente de un río que nunca he visto visto. Yo le pregunté: “¿leíste los escritos que te pasé hace unos días?” “No”, me dijo, “pero sé que eres un buen tipo, se nota, lo noto, la gente lo nota”. “No quiero que me digas que soy un buen tipo”, le dije enojado, “quiero que me digas si tengo futuro en lo que hago”. “Que si tienes qué”, me preguntó con enojo. “F-u-t-u-r-o”, le dije con la mirada perdida en no sé qué parte. “Si piensas en el futuro, lo único que tendrás es un montón de mierda para poner sobre un papel o un computador”, contestó enfático. Yo me sentí defraudado y triste y supe que no quería seguir estando con él. Al instante le dije que debía irme, el me dijo: “ok, ha estado bueno esto de conocerte”. Me dio la mano, con la otra se acomodó los lentes y me dijo: “suerte, suerte chico”. Cuando me soltó, me dí cuenta que la mano me dolía. En tanto empecé a caminar, sin antes volverme a mirar a Roberto que se sacó la chaqueta y se puso a caminar para el lado contrario, entre neblinas vi mi cama, mi ventana, la innumerable ropa que estaba desordenada y tirada en el piso y el televisor que estaba apagado y en el cual (en su pantalla), me veía reflejado. No aguanté la rabia y le di un puñetazo al colchón. Sin embargo, al instante estuve tranquilo, normal. Sin duda el sueño a pesar de todo me había dado paz. En seguida me levanté y me metí a la ducha sin dejar de pensar en ningún momento en esa triple aparición, donde Roberto era el nuevo pensionista de mi mamá, donde Roberto me presentaba a Mario, donde estábamos Roberto y yo solos conversando en un puente; donde había estado mi antigua casa y su gran patio; donde habían estado esas largas calles desoladas y vacías que de vez en cuando veía en mis recuerdos. En tanto rememoraba esas imágenes y pasaba la toalla por una de mis axilas, fugazmente apareció la imagen de la inválida, la inválida con la que había soñado años antes, que me decía entre cortado que la bese, que la acompañe, que la saque del orfanato y la lleve a dar un paseo a alguna parte. Recuerdo que esa vez quedé tan impactado con el sueño que en varias ocasiones salí a buscarla, imaginando que la encontraría aguardando por mí en alguna esquina. Después de vestirme y sentarme en la cama entendí que quizá Roberto apareció para que lo busque, no para que lo lea, sino para que lo busque, y que demandaba de mí algo no menor a una expedición colosal que diera con su verdadero paradero, más allá de la muerte, incluso, más allá del bien y el mal. Al terminar de cavilar todas esas cosas decidí salir a caminar…
Después de cerrar la puerta de la casa y encender un cigarro y poner mi mano izquierda en el bolsillo del jeans, caminé derecho y doblé hacia una avenida grande que a esa hora dominical no frecuentaba demasiados autos ni gente. Inconscientemente me pregunté con quién me gustaría encontrarme primero, si con Roberto o con la inválida. Mientras pensaba la respuesta, tiré la colilla de cigarro al suelo, la pisé y seguí caminando, atento a lo que podría pasar.